Por Katerina Mandrygina.
Dicen que hay ciudades que se miran, otras que se escuchan… pero Oaxaca de Juárez se siente. Apenas bajé del autobús, con el sol de la tarde colándose entre las bugambilias, supe que este no era un destino más. Era un lugar que iba a atravesarme por completo.
En Oaxaca, no basta con ver; uno tiene que dejarse envolver por cada esquina, por cada aroma, por cada textura y sabor que brota como si la ciudad tuviera alma.
Lo primero que me atrapó fue el color. Las fachadas coloniales del centro brillaban bajo el sol, vestidas con tonos de mostaza, azul añil y rosa mexicano. Los puestos de mercado se extendían como tapices vivos: montañas de chapulines rojos, velas de todos los tamaños, textiles que parecían pintados a mano por los dioses. Cada rincón era una postal.


Oaxaca suena distinto. No es un murmullo de ciudad grande ni tampoco un silencio de pueblo. Es un canto de marimbas al fondo, es un grupo de niños riendo en la plaza, es un vendedor que grita “¡Tlayuuudas, tlayuuudas bien doraditas!”. Caminando por el andador turístico, a veces se escucha una flauta prehispánica, otras veces una guitarra callejera. En la noche, el sonido cambia: hay risas en los bares de mezcal, hay pasos de baile, hay música que sube por los balcones.
Nunca he estado en un lugar donde los olores me sigan tanto. En un solo día, mi nariz viajó más que yo. En la mañana, al pasar por el mercado 20 de Noviembre, olía a carbón, a tortillas calientes, a mole recién hecho. En la tarde, el viento traía consigo aroma a flores: bugambilias, jazmín. En la noche, frente a una iglesia, alguien encendía copal. Ese humo espeso y blanco me envolvió como un rezo. Cerré los ojos y sentí que algo muy antiguo me hablaba desde la tierra misma.

Podría escribir un libro solo sobre lo que comí en Oaxaca. Empecé el día con un chocolate de agua, espumoso, acompañado de pan de yema. A mediodía disfrute el mole negro: suave, húmedo, con ese sabor complejo que es como un abrazo con historia. Y para acompañar: un mezcal joven con sal de gusano y rodaja de naranja. Fuerte, claro. Pero también honesto. Oaxaca sabe así: a verdad, a raíces, a ritual.
Caminar por Oaxaca es sentir con los pies. Las piedras del centro histórico son irregulares, ásperas, te obligan a ir despacio, a mirar. En el mercado, al tocar un rebozo tejido a mano, sentí la suavidad de algo hecho con paciencia. Me probé una máscara de madera tallada: rugosa, viva, casi me pareció que latía. En una galería, pasé la mano por una escultura de barro negro, fría al principio, pero que se fue templando en mis dedos. Y al final del día, sentí el calor del vaso de barro donde me sirvieron el último mezcal de la noche. Lo apreté entre las manos. Como quien no quiere que el momento se acabe.
Oaxaca no es solo un lugar que se visita. Es un lugar que se respira, se saborea, se toca y se escucha con el alma abierta. Un rincón del mundo que te recuerda que el viaje más profundo no es el que haces con los pies, sino con los sentidos bien despiertos. Y si alguna vez te pierdes, sigue el aroma del copal. Te llevará a casa.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.