Por Nancy Pedraza.
Amanece en Bogotá. La ciudad aún duerme cuando el vehículo toma rumbo al oriente. Afuera, la neblina acompaña el ascenso como si quisiera advertirnos: están entrando a un mundo distinto. Tras casi dos horas de camino, la urbe queda atrás y nos recibe el Páramo de Chingaza, esa “Serranía del Dios de la Noche” como lo llamaban los antiguos muiscas.
Un mar verde tapizado de frailejones, guardianes antiguos que parecen extender los brazos para dar la bienvenida. El cielo se funde con la niebla, y entre nubes bajas se dibujan las montañas. Aquí el paisaje susurra. Pero basta abrir bien los ojos para descubrir los detalles: orquídeas diminutas escondidas entre hojas, mariposas que titilan como estrellas y venados que se asoman brevemente entre la maleza.


El oído se afina conforme la civilización queda más lejos. Ya no hay motores ni notificaciones. Hay silencio. O más bien, otro tipo de música: el canto insistente de aves invisibles a mis ojos, el crujido de las hojas bajo los pasos, el murmullo constante de los nacimientos de agua que fluyen desde lo más profundo de la tierra. Chingaza es un manantial. Se respira el agua, se escucha el agua, se camina sobre agua.
La noche cae y llega una de las experiencias más intensas del viaje: una caminata con los ojos cerrados. Pensé que vería estrellas. En cambio, aprendí a sentirlas. Con los párpados apretados, el mundo se amplifica. Escucho el chasquido de mis pasos, el roce del viento en las ramas, el canto lejano de un búho. El guía nos habla con voz baja, como si estuviéramos en un templo. Y lo estamos. Caminar en la oscuridad, guiada por los sentidos, fue como recordar algo que ya sabía. Como si el cuerpo, libre de la vista, supiera encontrar el camino. En ese momento comprendí: no es necesario ver para iluminarse.
El aire huele distinto aquí. No puedo describirlo como un solo aroma, sino como una mezcla pura: tierra húmeda, musgo, flores silvestres. Cada respiración limpia, despeja. Siento que los pulmones se ensanchan como si el cuerpo reconociera el oxígeno de verdad. Incluso el olor del viento es perceptible: es fresco, vivo, sin interferencias.


El gusto se cuela en pequeñas dosis: en un sorbo de agua del termo que parece más dulce, más vital. En una fruta compartida con mis compañeros que sabe a celebración. O en el té caliente que tomamos al final de la jornada, que baja por el cuerpo como un abrazo.
Desde ese día, cuando cierro los ojos, puedo volver. Puedo sentir el temblor de emoción al ver la osa con su cría, la noche oscura vibrando con sonidos desconocidos, la caricia del viento empujando el alma. El Páramo de Chingaza no se visita: se experimenta. Se respira, se escucha, se saborea. Y, sobre todo, se siente.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.