Pescar con el alma: una práctica viva desde la costa de Oaxaca

Por Giovanna Serrano.

Por las mañanas en Barra de la Cruz, cuando el cielo apenas se tiñe de azul y la brisa marina todavía no huele a sol, un grupo de hombres se adentra en el mar. Llevan consigo redes de enmalle, remos y la memoria viva de sus abuelos. No hay motores potentes, ni GPS, ni aplicaciones que indiquen coordenadas. Solo intuición, escucha, silencio. Pescan como se ha pescado desde siempre: con alma.

La pesca artesanal sobrevive en muchas comunidades costeras de Oaxaca como un acto de resistencia silenciosa. En lugares como Morro Mazatán, Puerto Ángel, Santa María Tonameca o San Mateo del Mar, aún se lanza la atarraya desde la orilla, se navega en lancha a remo y se espera con paciencia a que el mar ofrezca. Esta forma de pesca es mucho más que una técnica: es una forma de vida basada en el respeto por los ciclos naturales, el conocimiento transmitido entre generaciones y una relación comunitaria con el entorno.

Don Herminio, pescador desde hace más de cuatro décadas en la costa oaxaqueña, se despierta cada día antes del amanecer para alistar su lancha sin motor. Su jornada

empieza cuando otros aún duermen. “El mar nos habla —dice—. Hay días que es generoso y días que hay que dejarlo en paz”. Aprendió a leer el agua de su padre, y su padre del suyo. Cada especie tiene su temporada. Cada luna, su comportamiento. Lo que para muchos es azar, para él es un lenguaje aprendido desde niño.

En estas comunidades, la pesca artesanal no es solo cosa de hombres. Muchas mujeres participan limpiando el pescado, ahumándolo, cocinándolo para su venta o consumo familiar, e incluso remando y tirando redes. Son ellas quienes, muchas veces, sostienen la economía doméstica con el trabajo derivado del mar. La cadena productiva no termina en la orilla, sino en los fogones, los mercados y las mesas donde se comparte el alimento.

Sin embargo, esta forma de vida está en peligro. El avance de la pesca industrial representa una amenaza directa: barcos equipados con redes de arrastre, tecnologías de rastreo y capacidad para capturar toneladas en pocas horas operan, muchas veces, en zonas cercanas a la costa sin regulación efectiva. El resultado es devastador: reducción de especies, alteración de los ecosistemas y desplazamiento de los pescadores locales.

A eso se suma la falta de apoyo institucional y políticas públicas que reconozcan el valor cultural, ecológico y económico de la pesca artesanal. En la práctica, los programas de impulso productivo se orientan al volumen, no a la sostenibilidad. El conocimiento tradicional no entra en las estadísticas. Y sin incentivos, cada vez son más los jóvenes que abandonan el oficio, migran o lo descartan como opción de vida.

Frente a este panorama, varias comunidades han comenzado a organizarse. Algunas forman cooperativas pesqueras con base en la autogestión; otras promueven el consumo local y responsable; unas más trabajan de la mano con proyectos turísticos que buscan generar rutas sostenibles desde la costa hasta el plato. También han surgido iniciativas de educación ambiental para niñas, niños y jóvenes, con el fin de revalorizar los saberes de sus mayores.

Una parte crucial de esta transformación pasa por el relato: contar estas historias desde adentro, no como un vestigio del pasado, sino como un presente que aún late. La pesca artesanal no es una postal romántica, es una práctica viva que genera alimento, identidad, conocimiento ecológico y vínculos sociales. Su defensa no debería ser solo de los pescadores, sino de todos quienes nos alimentamos del mar.

Los chefs y cocineras tradicionales que trabajan con productos del mar comienzan a sumarse a esta causa. Al incluir especies de temporada en sus menús, colaborar con pescadores locales o rechazar proveedores que trabajan sin trazabilidad, están ayudando a visibilizar la importancia de esta práctica. Pero también es tarea del comensal, del consumidor, del viajero curioso: preguntarse de dónde viene lo que come, cómo fue obtenido, a qué historia pertenece.

Muchos turistas disfrutan de pescado frito a la orilla del mar sin saber de dónde proviene ni quién lo sacó. En muchos casos, ignoran que ese alimento puede haber sido capturado de forma artesanal, sin dañar el ecosistema, por manos que han dedicado toda una vida a entender el mar. Conocer esa historia cambia la forma en que comemos. Le da peso, conciencia, gratitud.

En tiempos donde todo parece acelerado, donde lo inmediato desplaza a lo profundo, los pescadores artesanales de Oaxaca siguen remando. Lo hacen sin reflectores, sin grandes discursos. Saben que pescar no es conquistar al mar, sino convivir con él. Que el alimento no es un recurso, sino un vínculo.

Mientras existan personas que lancen su red con respeto, que enseñen a otros a leer la marea, que compartan sus saberes y su pesca con la comunidad, habrá una historia viva que vale la pena contar. Y también defender.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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