Por Constanza Segrelles Munárriz
El sol cae oblicuo sobre las montañas del lago Son Kol, dorando la hierba hasta volverla casi líquida. Estamos sentados en un banco improvisado, los seis en fila, mirando un paisaje que parece no tener final: vacas dispersas, caballos que pastan sin prisa, tres yurtas que fuman lentamente en el aire frío. No hay nada más. Ni cobertura, ni ruido, ni sombra. Solo el murmullo del viento seco que levanta el polvo del día y lo deposita sobre nuestras caras como una última capa de viaje.
Llevamos casi dos semanas recorriendo Kirguistán, cruzando carreteras de tierra, montañas interminables y aldeas donde el agua se raciona y la ducha es un lujo casi imaginario. A estas alturas, el cansancio ha dejado de ser un peso para convertirse en una forma de estar. Hemos dormido sobre suelos duros, comido lo que nos ofrecieron sin preguntar y aprendido a convivir con la suciedad como con una vieja conocida. Lo que debería incomodarnos ya no lo hace. Nadie se queja. Ni ahora ni en todo el viaje. Los posibles momentos de tensión o mal humor se disolvieron en chistes y carcajadas.
Observo a mis amigos. Todos parecen distintos. Nadie habla. Uno juega con una ramita seca, otro mira el horizonte con los ojos entrecerrados. Hay cansancio, sí, pero también algo más difícil de nombrar: una mezcla de serenidad y melancolía, como si cada uno intentara guardar dentro de sí el paisaje antes de que desaparezca. El cuerpo agotado, el alma, en cambio, completamente despierta.
Recuerdo los primeros días, cuando todo era novedad: los mercados, las montañas, las noches de vodka improvisado con los locales, las historias del guía. Todo nos deslumbraba. Pero ahora, frente a esta quietud, entiendo que el verdadero viaje no estaba en los paisajes ni en las fotos, sino en la convivencia íntima y forzada de seis personas compartiendo cansancio, frío y risa. La pena que sentimos al pensar en el regreso no es absurda: es un signo de transformación. No anhelamos el confort, sino lo esencial: estar juntos, el tiempo sin urgencia, la sensación de pertenecer a algo tan elemental como el polvo y el frío, una pequeña tribu. Al mirarles, comprendo que lo que más dolerá al volver no será dejar el país, sino este modo primitivo y verdadero de vivir, donde hemos compartido lo que normalmente se oculta: el hambre, la suciedad, el mal dormir, el agotamiento, la vulnerabilidad. En esas grietas, en lo que se pierde, se ha tejido una complicidad que ningún itinerario podría planificar.

El viento levanta la tierra y nos golpea la cara. Nadie se mueve. Pienso en lo distinta que me sentía al llegar al país: buscaba historias, paisajes, algo que pudiera “contar”. Pero ahora me parece que todo el viaje —los kilómetros, los inconvenientes, las risas — parecía conducir a este instante: seis personas mirando el vacío y descubriendo que no lo es.
Uno de mis amigos rompe el silencio y dice algo banal sobre nuestras penurias. Nos reímos todos brevemente. La incomodidad, esa constante compañera del viaje, se ha convertido en una forma de unión. En ella encontramos algo parecido a la verdad y a la pertenencia. Sin espejos, sin pantallas, sin agua caliente, sin certezas, quedamos nosotros.
Mientras el sol se esconde tras las montañas, siento un nudo en el estómago. Sé que mañana empezaremos el camino de regreso y que esta escena, tan simple, quedará grabada como una de las más importantes. No por lo que pasa, pues no pasa nada, sino porque por primera vez en meses, no sentimos la necesidad de que pase algo.
Cuando la luz amenaza con desaparecer del todo, nos levantamos en silencio. Nadie dice que es hora de irse, pero todos lo sabemos. El polvo flota a contraluz como si quisiera quedarse. Y pienso que, de algún modo, se quedará. No en la ropa ni en la piel, sino en lo que somos después de haberlo respirado.
Y mientras caminamos hacia las yurtas, el viento vuelve a soplar. Ya no lo siento como un castigo, sino como una despedida. El polvo se levanta, y por un instante, parece que el viaje se niega a terminar.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.