No hay baches en ninguna calle. Me asombro de que las sendas peatonales tengan la pintura como nueva. Muchas veces veo operarios trabajando de madrugada pintando las calles con sus carteles en forma de flecha, conos o símbolos de stop luminosos e intermitentes con muchos más trabajadores de los que hay en otros países para la misma labor. También están los que cuidan un perímetro muy amplio de la zona afectada, más de la necesaria. No sé por qué hay tantas cuidando si yo voy sola andando en bicicleta a la una de la madrugada, nadie más transita de clave noctámbula. En Japón está primero el prójimo.
Por momentos no parece una ciudad que roza el 1,6 millón de habitantes, excepto en las horas pico en el centro financiero y comercial, llamado Tenjin. Fukuoka, se extiende por la Bahía de Hakata, antiguo nombre de la ciudad vecina y luego fusionadas, en el suroeste de Japón, y la separa de Corea del Sur un mar azul que desde su costa no muestra nadadores ni veleros. En el medio hay una isla llamada Shikanoshima, donde fue encontrado un sello dorado, hoy tesoro nacional, regalado por el Emperador Chino Nobu de Houhan para un enviado japonés.
En el año 2011, el cantante dominicano Juan Luis Guerra hizo conocida la ciudad de Fukuoka dedicándole una bachata cuyo video clip está filmado en el barrio chino de Los Ángeles, EEUU, pisoteando con el timo la rivalidad entre los dos pueblos, el chino y el japonés. Fukuoka, situada en el suroeste de Japón, no forma parte de la tríada turística Tokio – Kioto – Nara, pero sí del ranking de las ciudades con mejor calidad de vida de la Revista británica Monocle del 2016, luciendo el puesto número siete.
– Sopermi, me dice el chico japonés en lunfardo argentino. Quería que le haga lugar con la silla en la que yo estoy sentada que atraviesa la diminuta entrada a la cocina, también diminuta.
– Mirá como se mueve ese cartel –, digo señalando a la ventana más sorprendida por la expresión que por el viento, yo, que crecí en la Patagonia Argentina.
– No se mueve más que aquel edificio en el último terremoto -, ironiza Shutaro, cocinero él – que vivió en España y Argentina.
– Ya, pero ¿es segura esta construcción? Parece de plástico…
– Si, son a prueba de todo. Para el tifón faltan muchas horas. Podemos ir a trabajar, hacer las compras, tomar una cerveza y volver a casa.
Le creo que el tifón llegaría puntual, pues sé que los japoneses son campeones de la previsión, del perfeccionismo y la tecnología. Es el fin del verano, y hay temperaturas de treinta y cinco grados y sólo hay un ventilador en la casa. Estos ciclones tropicales de septiembre, al principio, estremecen a la población desprevenida y por unos días la alerta meteorológica hace que la aplicación del móvil sea más importante que mirar la hora, pensando que todas las actividades pueden suspenderse. Finalmente, ese año el tifón, como la mayoría de las veces, se aleja de las costas como alejó a los mongoles en la segunda intentona de conquistar Japón en el siglo XIII, hecho que provocó a partir de ese momento acuñar el término kamikaze, que significa viento divino. El primer intento lo bloqueó la tenaz resistencia de los guerreros samurai, justamente en costas cercanas a las de Fukuoka.
Inunda los ojos la prolijidad de las calles anchas y las veredas limpias. La amplitud de una ciudad o al menos la sensación de ella, es una de las cosas más deseables del urbanismo. Así como lo es que los parques y árboles abunden junto con canteros de flores de estación. En esta ciudad de la isla de Kyushu, las glicinas, azaleas, tulipanes, girasoles, cada una en su debida estación, son colocadas para vestir cuidadosamente los espacios. Pueden ser en plazoletas o en los canteros que bordean los dos ríos paralelos Naka y Mikasa que parten la ciudad en tres y dirigen su caudal al mar. Durante un mes aproximadamente las flores desfilan su esplendor en los parques y jardines, y antes de su declive las cambian por otras. Nadie vio nunca una flor marchita en Fukuoka.
-¿Vamos este fin de semana a ver el florecimiento de las azaleas? -, me dice una francesa que conoce muy bien las estaciones de las flores.
– No lo sé, había pensado en ir a la playa –, le digo despreocupada, mientras le saco el envoltorio al onigiri que me estoy por comer. -Las flores, no te esperarán -, me sobra risueña.
El onigiri es una bola de arroz mezclado con varios ingredientes, puede ser con o sin relleno de pescado, huevo o algún ají picante. Generalmente tienen forma triangular, los envuelve una tira de alga nori; y se come a cualquier hora del día.
En cada estación del año, se hace obligatoria la visita a los lugares donde el espectáculo natural está garantizado. El que me causa más impresión es en Saga, una localidad cercana a Fukuoka. El templo Taikosenju está circundado por colinas tapizadas de azaleas rosas, fuxias y blancas, organizadas por color. Las flores englobaban esponjosamente las colinas y algunos árboles de tronco fino y alto se ven atrás y le dan el toque lineal al paisaje, junto con los senderos de tierra por los que caminamos. La primera vez que fui a Japón llegué en mitad de la primavera. No fue sino de casualidad, por quedarme más tiempo del planeado, que la segunda vez pude asistir a la más emblemática contemplación de las flores: el hanami de los cerezos (sakura). Este efímero acontecimiento marca el inicio de la estación y es una oda a la belleza.
Como tantas veces ocurre, lo improvisado sale mejor. Escucho a varios turistas contar que organizaron su viaje “al otro lado del mundo” para ver esta explosión de color pasteles, pero no lo habían conseguido ya que florecidos al unísono duran no más de dos semanas. Las agencias de turismo y sus repetidoras hacen pronósticos, que como en el horóscopo ven- den futuro y pocas veces aciertan. En el parque Maizuru del Castillo de Fukuoka, en el Parque Ohori, o en el Nishi, las enormes copas son de color rosa muy claro como si quisieran ser blancas, se les nota. Según cuenta la leyenda, antes lo eran. Los samuráis solían hacer el ritual del harakiri debajo de uno de estos árboles y se piensa que su sangre tiñó las hojas y por ello quedaron color rosado. La fiesta del hanami data de siglos atrás. Primero era celebrada por las clases altas hasta que uno de los emperadores del periodo Edo (1600-1867) la extendió al resto de la población y comenzó a hacer plantaciones masivas de cerezos por todo el territorio nipón. En la actualidad nadie escatima los paseos y hay un día en el que mayormente los jóvenes, van de picnic a los parques y muchos lo hacen con sus tradicionales kimonos.
Las ramas florecidas de los árboles son bajas, y su sombra no oscurece. Los pétalos de la flor del cerezo son finos y la luz pasa como por un papel de calcar. Quiero mantenerme despierta estas dos semanas, y convertirme en insecto para no tener que ir a dormir a mi casa. Lástima que dure un abrir y cerrar de ojos. Algo me saca de aquel estado en el que me había dejado la contemplación del sakura en la vuelta a casa. Un estado de paz y libertad interrumpido por el ruido de los parlantes de los comercios que direccionados hacia la calle intentan llamar de atención de los transeúntes.
Música de video juego, metalizada y distorsionada, voces agudas que repiten frases, publicitando productos, invitando a entrar, dando los buenos días o las buenas tardes. La orquestación no cesa desde que abre hasta que cierran las tiendas. Desde los locales de comidas, donde frecuentemente se cocina de cara al público o cerca de él, los camareros llaman con voces penetrantes. Apenas el cliente posa un pie adentro del local también los cocineros gritan dando la bienvenida. En Japón todos los empleados están obligados a saludar a los clientes con la expresión de Irasshaimase (bienvenidos) alargando la “e” hasta que no les quede aire. Cada cinco segundos repiten esa palabra junto con otros saludos como konichiwa (hola) o dôzo (adelante).
En Fukuoka no soy turista, treinta minutos en bicicleta separan mi casa del trabajo. Es una de las primeras tardes que al hacer el trayecto observo bien a mis compañeros de ruta. Él viste un traje azul marino, camisa blanca y no lleva corbata. Sus zapatos tienen una punta bastante pronunciada, la cual se nota que está vacía. Se ven las medias de nylon y sus rodillas le llegan al pecho en cada pedaleada porque, el rodado de la bicicleta es muy pequeño. Nada es un impedimento para usar el medio de transporte más eco friendly y el más común en la quinta ciudad más importante de Japón. Esta mujer, pedalea con tacones altos y viste un tapado largo, porque el invierno se acerca. Su cesta tiene una tela en la que envuelve y tapa lo que lleva: las compras y la cartera. Me distraigo mirando al chico que tenía a mi derecha y sin querer choco a la mujer. Reconozco que soy la culpable, pero ella es la que pide perdón primero. Cuestión de tradición.
Chicos y grandes, hasta setentañeros andan en bicicleta y todos respetan las señalizaciones especiales que hay para este medio de transporte. Las hay con cambios, grises o fluorescentes, eléctricas o mecánicas, grandes o chicas, pero las más comunes son las de paseo. Todas están registradas y pertenecen a alguien; tienen su código identificatorio y se atan con un candadito de esos de juguete. Nadie se las va a llevar.
Una mañana me doy cuenta que olvido la billetera en la bicicleta, aparcada en el espacio compartido por todos los vecinos, abierto a la calle y visible para cualquiera que pasara. La billetera que guarda algunos yenes y documentos, pasa sin ser molestada unas diecisiete horas durmiendo sin abrigo a la intemperie adentro del canasto enrejado. Algunos canastos tienen tapa para poder cerrarlos, pero no es el caso. Sin embargo, allí está esperándome, casi un día después.
Cuando llueve, los ciclistas con una mano sostienen el paraguas y con la otra el manubrio del lado de la bocina que, por cierto, se utiliza con bastante frecuencia. Hace una década no se podía andar por la vereda, pero luego cambió la norma y ahora solo se utiliza ésta. Algunas están señalizadas como ciclovías y allí la convivencia no puede ser más perfecta; pero en las que no, peatones, coches de bebé, patinetas y ciclistas se enredan inevitablemente. La calle es tierra de coches, autobuses y taxistas. Los taxis en Fukuoka son todos son iguales, como los soldados de un ejército. Marca Toyota, abren y cierran la puerta gracias a un botón que pulsa el chofer. Son negros o naranjas por fuera, con un tapizado de cuero claro e impoluto por dentro y hay pantallas para no aburrirse.
Un coche es el lugar privado para hacer algo tan normal como hablar, algo que no se puede hacer en demasía en otro transporte público. El autobús pasa a la hora señalada, al subir pago en monedas los 230 yenes -dos dólares- que cuesta el pasaje. Le pregunto a Claudia, mi compañera de viaje de entonces, brasileña de nacimiento, pero de rasgos japoneses gracias a su abuela materna, por el cartel colgado en frente de nuestro asiento, que ya había visto otras veces en los trenes.
– Dice que hay que comportarse.
– Eso es lo normal, cómo en todos lados, ¿no?
– No, acá no se puede hablar por teléfono, ni hablar en tono alto, ni molestar dando codazos… ¿ves?
Me señala los dibujos que ilustran la norma: No hagas nada que moleste al prójimo, siempre alguien te está mirando. Yo trato de entender algún kanji (ideogramas) que había aprendido en el curso de japonés, gratis para los primeros niveles con tutoras personalizadas. Sin embargo, me quedo pensando en el significado del cartel para recordando que los japoneses se mueven con tanta cautela y cumplen a rajatabla los protocolos sociales. Cuando llegamos a destino, el conductor se levanta de su asiento. Lo saludamos. Él devuelve el gesto en dialecto hakataben, según Claudia, con una sonrisa aniñada en la cara y alzando su mano cubierta con un guante blanco; todos los choferes del transporte público de autobús, taxi o tren, los llevan como símbolo de higiene y de status.
Fukuoka es tan amplia arriba como abajo. Tiene una ciudad subterránea decorada e iluminada como un centro comercial. Circulan cientos de miles de personas por día, quienes, aunque no vayan a utilizar el metro, se resguardan allí del calor húmedo en verano o de las lluvias torrenciales de comienzos de otoño. Aquí hasta las estaciones del año tan bien marcadas, son exactas y lo serán hasta que el cambio climático lo desregule. Los pasillos interminables del metro tienen un techo ornamentado de hierro marrón y la iluminación es difusa, aunque cuando abren los locales sin una vidriera que la separe del pasillo principal, parece haber más luz que la que da arriba y que se reflecta en las ventanas de los edificios, cada vez más rascacielos, cada vez más tupidos.
Los andenes del metro tienen el lugar exacto donde pararse a hacer la cola para subir y bajar. Decenas de pantallas indican la hora. Lo único de los carteles escrito en inglés es This station (esta estación) y Previous station (estación previa). Lo demás, hay que deducirlo entre números y kanjis. En la ciudad subterránea hay tiendas de ropa, accesorios y muchos locales gourmet o que venden productos importados. Algunas esculturas y fuentes de agua en alguna pared para hacerte olvidar que estás bajo tierra.
El nivel de robotización hace una década podía sorprender, ahora quizás no. Me dirijo al baño público, algo que marca para siempre a cualquier visitante. Los inodoros electrónicos tienen complejas botoneras para poner música o murmullo, sacar agua para lavarse, regular la temperatura de la tabla, sacar gel antiséptico, entre otras funcionalidades con su respectiva regulación de intensidad y volumen. En la puerta del baño ya sé que me encontraré con muchas mujeres arreglándose en los tocadores, con luces perfectas para esa tarea, igual que un camarín de artista. Dicen que Fukuoka es una ciudad de más mujeres que hombres y que muchas se mudan a otro sitio para buscar pareja. Dicen las estadísticas que ellas se desarrollan profesionalmente, pero viven frustradas ante la imposibilidad de concretar una pareja.
En todo caso, en el imaginario popular urbano japonés el maquillarse es tan obligatorio como vestirse. Un chico me cuenta que no conoce a su novia sin maquillaje. Me gusta preguntarles a las mujeres para qué se maquillan tanto si de todas maneras siempre parecen diez años más jóvenes. Ellas dicen que es kawai (lindo), pero algunos hombres tienen explicaciones un poco más frías: se visten atractivas para llamar la atención porque ya hay pocos hombres y encima se la pasan trabajando sin querer tener relaciones sociales con mujeres. Por eso, también se venden los accesorios más inverosímiles como adhesivos que les levantan el párpado o se lo acomodan para no tenerlo tan plano. Se tiñen el cabello de todas las maneras posibles o se lo aclaran para generar un contraste con el resto. Cabe recordar que el país estuvo “cerrado” por muchos siglos, y por tanto, no hubo mezclas étnicas, no hubo diversidad.
A partir de las seis de la tarde, Nakasu, el barrio rojo de Fukuoka, se enciende en vertical. Bares, restaurantes, discotecas abren en cada planta de los edificios. Los lugares siempre son pequeños, no entra mucha gente, y los japoneses se relajan y descuidan la compostura del día. Algunos están obligados una vez por semana a salir con su equipo de trabajo. Otros simplemente van con sus amigos a pasar un buen rato y les bastan pocos tragos de alcohol para cruzar la sobriedad. Cada noche después del trabajo, entre las diez y las once de la noche durante el trayecto a casa en bicicleta veo alguno echado en la vereda, durmiendo o devolviendo el alcohol absorbido. Junto a ellos casi siempre hay un maletín de cuero que nadie se va a llevar.
Las lámparas de papel blancas, rojas o naranjas pintadas con kanjis, alumbran la calle y le dan una atmósfera intima. Hay algunos bares muy pequeños, que solamente tienen una barra que da a la calle para sentarse a tomar. Y otra vez los parlantes. Pero esta vez emiten sonido a murmullo, son voces grabadas para insinuar que el local adentro está concurrido. El aprendizaje más grande de conocer culturas distintas es curarse del prejuicio, fuente principal de intolerancia y etnocentrismo. Aprender, por caso, que todo tiene un por qué. Nada está librado al azar.