por Èric Frigola
La noche era cálida, húmeda y extrañamente luminosa. Estábamos en un camping rodeado de volcanes dormidos, cerca de un hayedo en La Garrotxa. Como cada año, los alumnos de tercero habíamos ido a realizar cicloturismo antes de que terminara el curso. Mientras mis compañeros disfrutaban de esa noche de finales de primavera en algún rincón, ya fuera cerca de la piscina o charlando entre los árboles, yo ya dormitaba en mi tienda. Pero me desperté. Estaba solo. Acostado boca arriba, vestido de blanco por pura casualidad. Una especie de resplandor lunar atravesaba la tela de la tienda y la convertía en un santuario improvisado. Me sentía más que despierto.
Sentía algo. No sé bien qué era. Un misticismo adolescente, una exaltación silenciosa, como si el universo me susurrara una verdad a medio entender. No era una visión, ni una alucinación. Era un estado. Un trance poético. Algo entre la introspección y la autosugestión.
El aire de la noche me llamó a salir. En ese momento me crucé con una compañera que volvía del baño. Me preguntó qué tal estaba. Y yo, sin pensarlo, le dije algo como:
—Estoy en paz. Conmigo. Con el universo. La luna me manda señales.
Quizá no fue eso exactamente. No lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es su cara. Una mezcla de sorpresa, intriga y cierta incomodidad.
Volví a mi tienda y me dormí sintiéndome parte del bosque. Parte de algo más grande. No me sentía loco. Solo me sentía sereno y conectado. Aunque era una sensación nueva para mí.
A la mañana siguiente, algo había cambiado.
No en mí, sino en los demás.
Las miradas eran distintas. Murmullos, cuchicheos, cierto cuidado al hablarme. Como si el comentario de la noche anterior hubiera sido la chispa de una teoría creciente. Me miraban como si hubiera cruzado un umbral invisible. Como si estuviera al borde de algo.
La realidad es que, en los grupos, a veces no hace falta ser diferente. Basta con que alguien lo diga en voz alta.
Por la tarde, uno de los profesores me pidió que me apartara del grupo. Nos alejamos apenas unos metros, lo justo para que el resto no pudiera oírnos, pero en medio de aquel entorno de árboles altos y caminos de tierra, parecía que nos hubiéramos adentrado mucho más. Me dijo que cada año, la última noche, organizaban una pequeña broma con historia de miedo incluida. Tal vez proponían un juego nocturno en el bosque después de haber contado que alguien -o algo- podía andar suelto por ahí. Pero el profesor sugirió que este año, tras lo ocurrido, si yo quería… podía ser el protagonista.
—La gente ya cree que te pasa algo —me dijo sonriendo—. Puedes aprovecharlo.
Habíamos pasado la mañana pedaleando hasta el cráter del volcán de Santa Margarida. Allí, en medio de la caldera dormida, descansaba una pequeña ermita de piedra. No sé si fueron las fuerzas telúricas del lugar, la quietud casi sobrenatural que allí se respiraba o simplemente la sugestión acumulada, pero todo comenzaba a adquirir una densidad distinta, como si algo antiguo se hubiera puesto en marcha. Por eso acepté. No solo por gusto, sino por curiosidad. Por ver hasta dónde podía llegar ese malentendido convertido en mito.
El plan era simple: esa noche, fingiría un nuevo episodio. Saldría de la tienda con los ojos en blanco, murmurando palabras sin sentido, como poseído. Mis compañeros, ya predispuestos a verme extraño, darían la voz de alarma. Los profesores vendrían a buscarme. Me llevarían en la furgoneta. Pero en realidad, me esconderían en su tienda mientras hacían creer al resto que me habían llevado al hospital psiquiátrico de Olot. Para aumentar la tensión, el dueño del camping —mal actor y peor cómplice, según me confesaron luego los compañeros— preguntaría si alguien había visto su hacha de cortar leña, supuestamente desaparecida.
Un clásico.
La ejecución fue perfecta.
Salí de la tienda arrastrando los pies. Mirada perdida. Palabras inconexas. Los murmullos crecieron. El miedo se extendió. Gente llamando a los profesores. Lágrimas. Nervios. Una pequeña masa emocional descontrolada.
Desde la tienda de los profesores, oía el caos.
Lo que no esperaban —y lo que yo tampoco— era que todo se desbordara tanto. Que mis compañeros, mis amigos, realmente creyeran que me había descompensado, que había perdido la cabeza. Y que se angustiara tanto con la idea de que estuviera internado, que lloraran con auténtico dolor.
Fue ahí cuando algo cambió.
Sentí una punzada. De culpa. De extrañeza. De revelación.
Porque esa broma, que era solo una broma, me colocó en el lugar del otro. En el lugar de quien es mirado como distinto, como enfermo, como “fuera de la norma”. Yo no me había vuelto loco. Solo había sentido algo especial. Pero al representarlo… me lo creí. O me lo creyeron tanto, que tuve que convertirme en eso.
Salí, al final, cuando los profesores lo consideraron suficiente y confesaron que era una broma.
La gente lloraba de alivio y de rabia. Alguien me dijo que era muy buen actor. Otra persona me abrazó sin hablar. Algunos se enfadaron. Más con los profesores que conmigo. Con la situación.
Yo también lloré. Porque vi en sus ojos una mezcla que no esperaba. El miedo real por una ficción mal digerida. Y porque, de alguna forma, sentí que había cruzado una línea. Una que ya no se puede deshacer.
Aquella noche aprendí muchas cosas, aunque algunas tardé años en entenderlas.
Aprendí que a veces uno no sabe si está actuando o siendo. Que si suficientes personas te dicen que estás loco, puedes acabar preguntándote si quizá lo estás. Que la “realidad” es frágil. Que basta una frase, una mirada o una ropa blanca iluminada por la luna para que alguien te coloque en otra categoría.
Y también aprendí que la emoción colectiva es una fuerza salvaje. Que no se puede controlar del todo. Que los símbolos tienen más poder del que creemos.
Hoy miro hacia atrás y pienso: ¿fui valiente al prestarme a esa historia? ¿Fui cruel? ¿Fui solo un adolescente curioso o bromista con gusto por el drama y el misticismo?
Tal vez fui todo eso.
O tal vez, por una noche, fui actor, loco, víctima y chamán. Todo al mismo tiempo.
Lo único que sé con certeza es que aquella noche de miércoles, con la luna como foco y los volcanes como telón de fondo, fui el protagonista de una obra que se me fue de las manos.
Y aunque salí del personaje al final… algo de él se quedó conmigo.
Porque, en el fondo, todos interpretamos un papel. Pero no siempre decidimos el guión.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.