por Yfigenia Moreno

«Barcelona es una muy vieja ciudad en la que se siente el peso de su historia; está habitada por el pasado.” — Carlos Ruiz Zafón.

Hay ciudades que se atraviesan como si fueran un escenario: decorados perfectos para fotos, calles ordenadas para el turista, guías que marcan un recorrido predecible; y  luego está Barcelona, que no se conforma con ser vista. Barcelona se insinúa, se entrega a medias y solo revela sus secretos a quien decide vivirla sin prisa, con todos los sentidos despiertos.

Llegar aquí no es solo un viaje, es un pacto. Un pacto con su luz dorada que baña fachadas modernistas y muros medievales. Con su mar que no sabe de rutinas, pero que siempre está ahí, respirando junto a la ciudad. Con su historia que se desliza entre las baldosas del Eixample y las piedras centenarias del Barrio Gótico.

Yo vine buscando más que calles y monumentos. Vine a escuchar su voz. Esa voz que se filtra en la mezcla de idiomas en un café del Raval, en el ritmo pausado de una comida en El Born, en las conversaciones que se alargan hasta que la noche se convierte en madrugada.

Barcelona no te abraza de inmediato; primero te observa, como quien quiere saber si estás preparado para descubrirla de verdad. Y cuando por fin se abre, ya no te deja ir. Lo que me propuse con este viaje de autor es invitarte a ese instante preciso en que la ciudad deja de ser ajena y pasa a ser parte de tu propia historia.

Aquí no se trata de marcar “lugares vistos” en una lista, se trata de permitir que cada esquina te cuente algo, que cada plato tenga un sabor que recordarás años después, que cada momento sea una pieza del mapa emocional que llevarás de vuelta a casa.

El amanecer en Barcelona tiene una cualidad íntima. Es la hora en la que la ciudad todavía está a medio camino entre el silencio y el murmullo, cuando los pasos de unos pocos madrugadores resuenan sobre las piedras pulidas por siglos de historias.

Comienzo en el Barrio Gótico, donde las calles son tan estrechas que la luz se filtra en diagonales doradas. Las fachadas góticas y modernistas parecen conversar en un lenguaje que solo ellas comprenden. Me detengo frente a una pequeña panadería que huele a masa recién horneada y a café recién molido. El aroma me recuerda que en Barcelona, la gastronomía es parte del pulso diario, no un espectáculo para turistas.

Sigo hasta la Plaza del Rey, donde el eco de mis pasos se mezcla con el de antiguos cortejos reales y pregones medievales. Aquí, la historia no está detrás de vitrinas; está bajo tus pies, en los muros que han visto coronaciones, revueltas y celebraciones.

Desde allí, me dirijo a La Boquería, a esta hora, los comerciantes levantan persianas y acomodan frutas, pescados y especias como si prepararan un lienzo vivo. Los colores son intensos, casi exagerados por la luz de la mañana: rojos profundos de granadas, verdes brillantes de pimientos, el dorado del aceite de oliva que brilla en las botellas alineadas; me detengo en un puesto de jugos frescos, elijo uno de fresa, y lo bebo despacio, mirando cómo la ciudad se activa alrededor.

Más tarde, camino hasta el Puerto Viejo. El mar Mediterráneo está tranquilo, reflejando el cielo limpio. Es un momento perfecto para sentarse, cerrar los ojos y dejar que el sonido de las olas marque el ritmo de la respiración. Este es el tipo de instante que busco en un viaje de autor: uno que no se agenda, que no se repite, y que se queda grabado como un ancla emocional.

Barcelona, al amanecer, no es solo un espectáculo visual. Es una sensación de privilegio: la certeza de que, por un momento, la ciudad es tuya. Y así, llega la tarde en Barcelona,  es un lienzo en movimiento. La luz cambia de tono, volviéndose más cálida y oblicua, y las calles comienzan a llenarse de una energía diferente: más pausada que la mañana, pero cargada de expectativas.

Empiezo mi recorrido en el Passeig de Gràcia, donde la elegancia de la ciudad se viste de piedra y hierro forjado. Aquí, las fachadas no son simples paredes; son obras maestras del modernismo.

La Casa Batlló y La Pedrera no solo cuentan la historia de Gaudí, sino la de una ciudad que siempre ha sabido mezclar audacia y tradición. Me detengo a observar los detalles: balcones que parecen olas, ventanas como ojos que miran al cielo, mosaicos que reflejan el sol como si fueran fragmentos de mar.

Sigo hacia el Museu Picasso, donde la historia del artista se entrelaza con la de Barcelona. Sus primeras obras muestran una ciudad distinta, pero con la misma fuerza creativa que aún hoy late en sus calles. Caminar por las salas del museo es como recorrer la mente de un joven Picasso, curioso y observador, fascinado por cada rincón del Barrio Gótico.

Al salir, me dejo llevar hasta El Born, un barrio que vibra con un espíritu bohemio. Aquí, los cafés se llenan de conversaciones que mezclan catalán, español, inglés, francés, y algo más: el lenguaje universal de la creatividad. Me siento en una terraza y pido una copa de vino local. Observo a músicos callejeros, a diseñadores que salen de sus talleres, a grupos de amigos que se encuentran sin prisa.

La tarde avanza y decido caminar hacia el Parque de la Ciutadella. Entre los árboles y el sonido del agua de la fuente monumental, la ciudad parece suspender el tiempo. Este es el momento en que Barcelona te invita a bajar el ritmo, a contemplar, a entender que aquí la belleza no está solo en los lugares icónicos, sino en la forma en que la vida se despliega cada día.

Cuando el sol comienza a caer, las fachadas toman un tono dorado, como si la ciudad se envolviera en su propio atardecer. Es entonces cuando Barcelona se prepara para otra transformación: la de la noche, donde todo vuelve a empezar.

Cuando cae la noche, Barcelona cambia de piel. Las calles iluminadas parecen invitarte a un nuevo viaje dentro del viaje, uno donde los sentidos se agudizan y el pulso de la ciudad late más fuerte.

Comienzo en La Barceloneta, donde el aroma a mar se mezcla con el de las parrillas de pescado y marisco recién preparado. En las terrazas frente a la playa, grupos de amigos se reúnen para compartir tapas: calamares a la romana, gambas al ajillo, pan con tomate y aceite de oliva. Cada bocado sabe a Mediterráneo y a tradición.

Desde allí, camino hasta El Born, que de día es bohemio y de noche se vuelve eléctrico. Las calles estrechas se iluminan con farolas antiguas y escaparates de pequeños bares donde el vino y la música son protagonistas. En uno de ellos, un guitarrista interpreta melodías que parecen nacidas de las propias piedras del barrio. Me quedo escuchando, con la sensación de que el tiempo aquí fluye distinto.

Más tarde, me dirijo hacia el Poble Sec, un barrio donde la tradición y la modernidad se dan la mano. Entre sus bares, descubro lugares que sirven tapas reinventadas: patatas bravas con salsas especiadas, croquetas de sabores inesperados, combinaciones que demuestran que Barcelona sabe innovar sin perder sus raíces.

Pero la noche en Barcelona no es solo gastronomía. Subo hasta Montjuïc para ver la ciudad iluminada. Desde allí, las avenidas parecen ríos de luz que desembocan en el mar oscuro y sereno. Es un momento de contemplación: la ciudad está viva, y tú eres parte de esa energía que recorre cada calle, cada plaza, cada rincón.

Termino el recorrido en la Plaça Reial, donde las palmeras se recortan contra el cielo nocturno y las conversaciones se entrelazan con el sonido de copas brindando. La sensación es clara: en Barcelona, cada noche puede ser el inicio de una historia, de una amistad, de un recuerdo que llevarás contigo para siempre.

Al final de este recorrido, me doy cuenta de que Barcelona no es solo un punto en el mapa. Es un puente entre tiempos, un diálogo constante entre lo que fue y lo que sigue siendo. Sus calles te invitan a caminar hacia adelante, pero siempre con la conciencia de cada huella que dejas atrás.

Mi viaje de autor no es un itinerario preestablecido; es una experiencia viva que se construye con cada momento, con cada mirada, con cada conversación que no estaba en el plan y en Barcelona, esas experiencias no hay que buscarlas… simplemente suceden.

Esta ciudad tiene la capacidad de enseñarte algo esencial: que la belleza no es un lugar, sino un instante que sabes reconocer. Puede ser un amanecer en el Barrio Gótico, el primer sorbo de vino en una terraza del Born, el sonido lejano de un músico callejero o la brisa del Mediterráneo acariciándote el rostro al atardecer.

Barcelona tiene la costumbre de esconder su alma en las plazas. No todas son grandes ni famosas; algunas son pequeños patios urbanos donde el tiempo parece detenerse.

Una mañana, siguiendo un callejón desde el carrer de l’Allada-Vermell, llego a una plaza sin nombre, apenas marcada por una fuente antigua y un par de bancos gastados. Allí, un hombre mayor lee el diario mientras un gato duerme sobre su regazo. A su lado, una bicicleta apoyada en la pared espera paciente.

Me siento en un banco. La plaza huele a pan recién horneado, probablemente de la panadería de la esquina, y suena un murmullo lejano de conversaciones en catalán. En Barcelona, sentarse en una plaza es como entrar en la sala de estar de la ciudad: aquí se conversa, se observa y se respira la vida cotidiana sin adornos.

Visitar un mercado en Barcelona es escuchar la voz de la ciudad en estéreo. En el Mercado de Sant Antoni, los comerciantes cantan precios como si fueran pregones teatrales: “Maduixes dolces! Peix fresc de la Costa Brava!”.

Me acerco a un puesto de aceitunas; la vendedora me ofrece probar unas aliñadas con hierbas y ajo. “Aquestes són com les que feia la meva àvia”, me dice con una sonrisa. Es curioso cómo, en un simple bocado, se pueden cruzar tres generaciones de historia.

En otro pasillo, una anciana compra un ramo de hierbas para el caldo; un niño señala emocionado una pirámide de naranjas; una pareja discute si llevar embutidos o pescado para la cena. El mercado no es solo un lugar de intercambio comercial: es un archivo vivo de costumbres, recetas y afectos.

El mar en Barcelona no es solo un paisaje; es un estado de ánimo. Desde la playa de la Nova Icaria, observo cómo el horizonte se funde con el cielo en un azul que cambia a cada minuto.

Algunos hacen deporte, otros simplemente caminan descalzos por la orilla. Me siento en la arena y dejo que el olor salino me envuelva. Cierro los ojos y escucho: el vaivén de las olas, el crujido de las conchas bajo los pasos, las risas lejanas de un grupo de amigos.

Pienso en las palabras de Marta Rovira: “Barcelona és com una cançó que mai s’acaba.” Aquí, el Mediterráneo es uno de esos versos que siempre vuelven, sin importar cuántas veces lo hayas escuchado.

Gràcia es un barrio con alma de pueblo, aunque forme parte del corazón de la ciudad. Sus calles estrechas desembocan en plazas llenas de terrazas y faroles cálidos.

Entro a un pequeño bar donde un cantautor interpreta canciones en catalán. Las mesas están ocupadas por vecinos que se saludan con familiaridad, y la camarera me recomienda un vermut artesanal. Lo sirvo con una rodaja de naranja y aceituna, y cada sorbo es como un guiño a la tradición.

En la Plaça del Sol, un grupo improvisa música con guitarras y cajones flamencos. Algunos bailan, otros simplemente se quedan escuchando. Aquí la noche no es ruido: es encuentro.

La Catedral de Barcelona impone respeto, no solo por su arquitectura gótica, sino por el silencio que guarda en su interior. Entro y camino lentamente por la nave central, sintiendo el eco de mis pasos.

En una capilla lateral, una mujer enciende una vela y cierra los ojos en un instante de recogimiento. Afuera, la ciudad bulle; adentro, el tiempo parece inmóvil.

Subo hasta las azoteas y la vista es una obra maestra: tejados rojos, torres afiladas, y al fondo el Mediterráneo. Es un recordatorio de que Barcelona se vive tanto en la intensidad de sus calles como en la quietud de sus alturas.

En el Parc Güell, Gaudí convirtió la piedra, la cerámica y el color en un lenguaje propio. Camino por la escalinata del dragón y me detengo en los bancos ondulados, cubiertos de mosaicos que parecen fragmentos de sueños.

Una pareja joven se sienta cerca y, sin saber que la escucho, ella dice: “Aquí uno entiende que la belleza también puede ser un juego”. Y es cierto: Gaudí jugaba con la naturaleza, la geometría y la imaginación para crear un lugar donde el visitante no solo mira, sino que participa.

Desde la terraza principal, la vista de Barcelona es panorámica, casi irreal. El mar al fondo, el trazado del Eixample extendiéndose como un tablero, las torres de la Sagrada Familia elevándose como plegarias. En ese instante, entiendo que este parque es un manifiesto silencioso: la ciudad se reinventa cuando alguien se atreve a soñar distinto.

En el barrio del Raval, descubro un café diminuto con aroma a especias y madera. Las paredes están llenas de libros usados, y el dueño —un hombre de cabello cano y sonrisa tranquila— me cuenta que abrió el local para “reunir gente que ame conversar más que mirar el reloj”.

Me sirve un café con leche en taza de cerámica y lo acompaña con un pequeño dulce de almendra. Afuera llueve suavemente, y el golpeteo contra los cristales añade un ritmo pausado a la conversación. En ese café, el tiempo se diluye, y me doy cuenta de que no vine a Barcelona a acumular fotos, sino momentos como este: íntimos, cálidos, irrepetibles.

Bajo el suelo del Born Centre de Cultura i Memòria, y descubro restos arqueológicos de la Barcelona del siglo XVIII. Calles, casas y objetos congelados en el tiempo, testigos de una ciudad que también vivió guerras, pérdidas y reconstrucciones.

Camino por las pasarelas que atraviesan las ruinas y escucho a una guía explicar la historia a un grupo de estudiantes. Les habla de resistencia, de identidad y de cómo una ciudad guarda sus heridas como parte de su carácter.

Al salir, pienso que quizá eso es lo que hace tan especial a Barcelona: no disimula sus cicatrices, las muestra con dignidad y las convierte en parte de su belleza.

La generosidad de sus habitantes, como esa chica que vive en un piso con balcones en uno de los tantos  edificios antiguos, cuyo amor y pasión por el arte corre por sus venas, y en ese dialecto español-catalán que al hablar suele confundirse y deja ver su valioso y enriquecedor estilo de vida, mostrándote el lado amable y encantador de Barcelona con una frase digna de replicar : “Barcelona és com una cançó que mai s’acaba: cada cop que la vius, descobreixes una melodia nova.” Venga tía, “Barcelona es como una canción que nunca termina: cada vez que la vives, descubres una melodía nueva.” 

Hay un placer secreto en dejar que la ciudad te desoriente. Una tarde decido caminar sin mapa, girando a la derecha o izquierda según el capricho del momento. Así llego a un taller de cerámica, donde una mujer modela piezas mientras su perro duerme junto a la puerta.

Me invita a entrar y me muestra sus creaciones: cuencos inspirados en el mar, jarrones con formas orgánicas que parecen salidos de un bosque imaginario. Me cuenta que su familia es de pescadores y que, para ella, trabajar la arcilla es como moldear recuerdos.

Salgo con una taza pequeña en la mochila, no como souvenir, sino como símbolo de un momento que nunca habría encontrado siguiendo un itinerario marcado.

En mi última noche, regreso al mar. La Barceloneta está tranquila; solo algunos pescadores y parejas caminan por la orilla. Me siento en la arena y miro cómo las luces del puerto se reflejan en el agua.

Recuerdo cada rincón visitado, cada voz escuchada, cada historia compartida. Barcelona no se ha limitado a mostrarme sus postales; me ha abierto sus cocinas, sus plazas, sus silencios y sus ruidos.

Entiendo que un viaje de autor no es solo un desplazamiento físico: es un viaje hacia la forma en que quieres mirar el mundo.

Me levanto y camino hacia el paseo marítimo. El viento trae olor a sal y a promesa. Y sé que, aunque mañana me vaya, una parte de mí seguirá aquí, habitando Barcelona, como un verso que nunca termina.

La mañana de mi partida amanece con un cielo limpio, de ese azul que parece pintado a mano. Desde mi ventana en el Eixample, veo cómo el sol acaricia las fachadas modernistas, resaltando sus balcones de hierro y las molduras que parecen encajes de piedra.

Decido salir temprano, como si pudiera robarle un par de horas más a la ciudad.

Camino sin rumbo fijo hasta el Mercado de la Concepció, donde las floristas colocan tulipanes y jazmines frescos. El aroma es tan intenso que me detengo unos segundos para memorizarlo.

En una esquina, un anciano me sonríe y dice: “Bon dia, aprofiti’l” (“Buen día, aprovéchalo”). Me doy cuenta de que eso es exactamente lo que he hecho en estos días: aprovechar cada instante como si fuera irrepetible.

En el Passeig de Sant Joan, un grupo de niños juega a la pelota mientras sus madres conversan en un banco. En Barcelona, la vida cotidiana es un espectáculo silencioso: no necesita gritar para ser bella.

Antes de llegar al mar, me detengo en un café que se ha convertido en mi pequeño refugio. El camarero ya sabe lo que quiero: café con leche y tostada con tomate y aceite de oliva. Me lo sirve con un guiño, y mientras desayuno, pienso en cuántos momentos así caben en un viaje… y en la vida.

Te invito a descubrir esta Barcelona conmigo. Una Barcelona que no se limita a mostrarte lo que todos ven, sino que te abre puertas a lo que pocos viven. A dejar que su historia se cruce con la tuya, a sentir cómo la ciudad te transforma mientras tú la recorres.

En cada paso, recordarás que viajar no es escapar, sino encontrarte. Y que, como toda obra maestra, Barcelona solo se comprende de verdad cuando la vives con todos los sentidos, y con el corazón abierto.

Porque hay ciudades que visitas, y otras, como Barcelona, que se quedan a vivir contigo.

Barcelona me recordó que viajar no es acumular lugares, sino coleccionar instantes.

Que la belleza puede estar en un edificio imponente, pero también en el gesto de una vendedora de mercado que te ofrece probar sus aceitunas “como las de mi abuela”.

Que el mar es un espejo de lo que llevas dentro: tranquilo cuando tú lo estás, inquieto cuando tus pensamientos se agitan.

También me enseñó que la historia no es un pasado muerto, sino un hilo invisible que conecta las plazas medievales, los muros góticos y las avenidas modernas. Y que, si escuchas bien, aún puedes oír las voces de quienes vivieron antes aquí.

Barcelona no me dijo adiós.

Me dejó una llave.

Una llave invisible que abre balcones con geranios, plazas que huelen a pan caliente, calles donde la música y el silencio se entienden sin palabras. Me enseñó que el mar puede ser espejo o camino, que la historia es un susurro que se cuela por las rendijas del tiempo, y que la belleza no es un lugar, sino la forma en que lo miras.

Aquí aprendí que viajar no es llegar a un destino, sino dejar que un destino llegue a ti. Que hay ciudades que se visitan… y otras, como Barcelona, que se quedan a vivir contigo.

Y mientras cierro la maleta, siento que no me voy: simplemente me llevo a Barcelona en el bolsillo, como un verso que siempre sabré recitar.

Como diseñadora de viajes, descubrí que esta ciudad es un escenario perfecto para un viaje de autor: versátil, llena de capas, capaz de ofrecer tanto al viajero que busca arte y gastronomía como al que necesita silencio y mar, que no se queda en tus recuerdos vagos, sino que te quema el alma pero de una forma muy positiva. Barcelona amada qué recuerdos que me quedan de ti y por eso hoy te escribo esta carta, que no es un Adiós sino un hasta pronto:

Querida Barcelona,

Te escribo con la maleta abierta y el corazón lleno.

No es fácil despedirme de ti, porque contigo no he vivido solo un viaje, sino un capítulo entero de mi vida.

Llegué buscando rincones y me encontré contigo entera:

Tus calles, como párrafos que me invitaban a leer lento.

Tus plazas, como pausas donde la conversación fluye sin prisa.

Tus aromas, como postales invisibles que sé que un día me traerán de vuelta.

Me enseñaste a caminar mirando arriba, para descubrir balcones cubiertos de flores, dragones de cerámica y fachadas que cuentan historias sin pronunciar una sola palabra.

Me enseñaste que el mar es más que un paisaje: es un espejo de lo que siento y un recordatorio de que siempre hay un horizonte nuevo.

Recuerdo el primer café en Gràcia, cuando aún no sabía que ese rincón se convertiría en refugio.

Recuerdo las tardes en que el sol doraba el Passeig de Gràcia, como si quisiera firmar cada edificio con luz.

Recuerdo la música en las plazas, el olor a pan en las mañanas, el murmullo suave de tu gente hablando en catalán.

Y también recuerdo tus silencios:

El silencio dentro de tu catedral.

El silencio del mar al anochecer.

El silencio de las calles vacías después de la lluvia.

Esos silencios tuyos me hablaron tanto como tu bullicio.

No me despido de ti, Barcelona.

Me quedo en tus rincones, en las historias que me regalaste y en las promesas que me hiciste sin palabras.

Sé que volveré, porque las ciudades que tocan el alma siempre nos llaman de nuevo.

Se qué volveré con amigos que se encontrarán contigo no como turistas, sino como viajeros que aman la vida y se nutren de sus recuerdos.

Hoy estoy aquí triste, en silencio, contando los días para volverte a ver y a volverte a vivir, hoy mi vida se llena de ausencia, y presencia a la vez, pero con la firme certeza de que el corazón está donde viven sus recuerdos. No pretendo que me esperes, pero si que me recuerdes, así como yo te recordaré porque las personas viven si son recordadas, y yo solo quiero tener el placer de ser un habitante de tu corazón, de tus calles, de tu mar, de tu brisa y tus caminatas.

Amada Barcelona, te sueño cada día y cuento cada segundo en este caos de América, donde la vida pasa muy de prisa y sin embargo no llega el momento de nuestro reencuentro, y a veces me pregunto cada mañana al despertar, como será nuestro próximo reencuentro, donde nuestras miradas se crucen, nuestros corazones se encuentren y nuestras almas se fundan en un solo ser, dejándonos ver que la distancia, solo es una medida para indicar que a través del invisible hilo rojo estamos unidos por la fuerza del universo, y así como nosotras estamos unidas, las personas entre si también lo están; para vivir su propósito y encontrar el verdadero sentido de la vida, vivir a plenitud dejando huellas de amor, amando, sonriendo y siendo feliz.

Soy una viajera y tal vez una viajera en el tiempo, como los cuentos de ficción, o tal vez de la realidad paralela, pero sea como sea vivo cada lugar como mío y me dejo envolver por su extraordinario eco de pasión que encierra cada territorio.

Con afecto Yfi.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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