Por Blanca Pereda Garrido
Los viajes no siempre salen según los planes. Hay algunos de los que uno no vuelve como cuando se fue. Nosotras no éramos de esas viajeras que planifican hasta el más mínimo detalle, pero Tailandia nos había puesto nerviosas. Para nuestro viaje queríamos estar tranquilas, así que compramos billetes, reservamos hoteles, trazamos una ruta. Como si fuéramos ejecutivas del turismo en lugar de las aventureras jipis que yo particularmente quería que fuésemos.
Mi amiga Ana y yo llevábamos unos días en Chiang Mai dejándonos embriagar por el caos de la ciudad: el olor dulzón de las gyozas callejeras, el humo de las motocicletas, el griterío de los vendedores… Habíamos esquivado tuk-tuks, visitado templos escondidos y probado frutas con un hedor poco recomendable.

Todo iba según el plan.
Sin embargo, Mario apareció en nuestras vidas preparado para darle un giro. Doce años en Tailandia habían hecho de él algo más que un expatriado; era traductor de los secretos mejor guardados del país. Sus manos olían a tierra y a comida picante, y sus ojos tenían esa paz de quien ha encontrado su sitio en el mundo.
— No vayáis a esa isla – dijo mientras saboreábamos unas cervezas–. Ahora mismo es mejor si vais a la otra costa.
Sus palabras atravesaron el aire cargado y recordé la voz de mi madre: “Al menos tened claro dónde vais a estar y dónde vais a dormir”. Se me cayó el mundo encima. De repente, nuestros planes empezaron a tambalearse como un castillo de naipes bajo un ventilador.
—Pero hemos reservado… – Mis palabras se quedaron flotando en el aire. Sonaba patético incluso para mí.
Mario sonrió. Sus dedos empezaron a bailar sobre mi mapa, enumerando nombres de islas que sonaban a canción.
—Podéis seguir vuestro plan – dijo mientras el ventilador del techo movía el sofocante aire caliente sobre nosotros – o podéis hacer algo que recordaréis toda la vida.
Su voz tenía esa gravedad de quien ofrece píldoras rojas en Matrix. Y maldita sea, yo quería tragarme esa píldora. Ana y yo nos mirábamos con complicidad mientras dejábamos a Mario hablar sabiendo que ya habíamos tomado una decisión. Mamá, lo siento.
Esa noche, en nuestro hotel, desplegamos el mapa como piratas planificando la conquista de un continente de papel. Calibrábamos posibilidades mientras calculábamos el coste de nuestra autorrebelión. Y ese fue el momento exacto en que nuestro viaje cambió de color.
El primer escollo llegó disfrazado de terquedad mutua. Ana quiso que fuéramos a Koh Tao, una sola noche en la isla que nos quedaba en el extremo opuesto del mapa.
—Es que ya que estamos aquí… – argumentó con esa lógica aplastante de quien sabe que tiene razón.
Mi filosofía viajera de «ver menos y mejor» se estrellaba contra la suya. Yo suspiré y contuve el impulso de imponerme. El viaje es de las dos.
Al día siguiente, Koh Tao nos recibió con la arrogancia de quien se sabe irresistible. El atardecer nos regaló una postal preciosa y el motor de nuestra moto gruñía como un tigre acatarrado. El viento cálido nos abofeteaba las mejillas mientras reíamos como si acabáramos de descubrir que la felicidad se compra por horas y tiene dos ruedas.
Esa noche, mi orgullo herido se fue a dormir en silencio.
El día décimo de nuestro viaje amaneció con ganas de ponernos a prueba. Para llegar a Railay, debíamos volar hasta Krabi. El «avión» resultó ser una cáscara de huevo con alas que transportaba exactamente a cuatro pasajeros: nosotras y una pareja que parecía igual de desconcertada. Al llegar, los taxistas se abalanzaron sobre nosotras como hienas urbanas. Mi billete de cincuenta euros, todo lo que me quedaba, fue rechazado en el banco por una raja microscópica. Empezaba a llover.
En la playa, una caseta de madera desvencijada se alzaba como el último obstáculo entre nosotras y Railay y nos acercamos esperanzadas, pero el señor con mirada de hastío de la taquilla fue claro: sin suficientes pasajeros, no había barco.
¿Que qué?
Me convertí en una predicadora de la aventura ajena, abordando turistas con desesperación. Me daba igual parecer una loca: quedarnos tiradas no era una opción.
Tras recorrer la playa esquivando diminutos cangrejos que se colaban en mis sandalias, lo conseguí. Cuatro personas aceptaron compartir nuestra odisea marítima. Exultantes, nos adentramos en el mar en dirección a nuestra barca. El agua salada, que nos llegaba hasta las caderas, nos lamía con su tibieza las piernas desnudas mientras cargábamos nuestras mochilas sobre las cabezas. El motor rugía contra el ritmo de las olas y el aire olía a salitre y gasolina, en un mar del que emergían islotes de roca oscura y manto verde que apuntaban desafiantes al cielo como en una suerte de anhelo celestial.
Cuando llegamos a Railay, agotadas, fue la intensidad del azul del agua y del cielo lo que me devolvió el alma al cuerpo. Su añil brillante me susurró, con sabiduría de un mundo que lo ha visto todo, que estaba en el lugar indicado.
Quizás fue el propio cansancio el que nos preparó para lo que vendría después. Si hay una cosa que se le puede reconocer, es que lleva al límite tus reacciones más primarias: esa noche, una cueva con ofrendas fálicas a la fertilidad nos arrancó las primeras carcajadas sinceras del día.
Lo que siguió fue un torrente de primeras veces que se grabaron en mi memoria con la precisión de un tatuaje en la piel. Phi Phi se desplegó ante nosotras como ese paraíso que no sabíamos que habíamos andado buscando.
Hicimos esos amigos de viaje que duran exactamente lo que dura éste, pero que mientras tanto son los mejores. Ana buceó y yo, desde mi pánico irracional al mar abierto, sobreviví al monzón bebiendo cócteles dulzones. Navegamos entre islas en una barca adornada con cintas verdes y naranjas que se agitaban en el viento, me atreví a nadar hasta una cueva (¡me atreví a nadar hasta una cueva!) preciosa, donde parecía que nada allá fuera importaba. El agua envolvía mis piernas como seda líquida mientras yo avanzaba con el corazón bombardeándome las costillas de felicidad.
Y el atardecer llegó como una epifanía: la demostración irrefutable de que la perfección existe y a veces, si tienes suerte, la vida te permite presenciarla. El cielo se incendió en naranjas y rosas, como si se hubiese comido un pomelo, mientras el agua los devolvía como un espejo plateado. Ese fue, indudablemente, el mejor atardecer de Tailandia. El que nos regaló la soledad del mar en su quietud. El silencio que se adueñó del momento fue de esos silencios que ocupan espacio, que se pueden tocar si estiras un poco los dedos. Nos quedamos inmóviles, conscientes de que estábamos viviendo uno de esos momentos irremplazables.
La noche le dio un bocado al cielo y ahí seguíamos, como en un trance sin saber que íbamos a experimentar otra de esas primeras –y a veces únicas– veces que se quedan grabadas para siempre. Me lancé al agua ya oscura y, a su roce, una estela de un intenso azul centelleante siguió mis movimientos en una bellísima danza silenciosa, como fuegos artificiales acuáticos jugando al pilla pilla con mi piel. El propio mar me hizo olvidar el temor que le tenía. A veces, lanzarse al precipicio del miedo es la única manera de librarse de él.
Esa noche, que quisimos volver infinita, bailamos hasta el amanecer entre sal –de mar, de sudor, de lágrimas– arena y amistades fugaces.
Pero toda travesía tiene un final. Koh Lanta fue nuestro epílogo perfecto: una cabaña de madera y con un solo ventilador (insuficiente para aplacar la humedad que nos asfixiaba) donde pudimos destilar dos semanas de intensidad en recuerdos que ya tenían una habitación propia en el corazón. La comida más picante que habíamos probado, preparada por una madre y su hija en la intimidad del porche de su casa, nos recordó que los mejores sabores no necesitan florituras, sólo amor y muchos chiles que te hagan cuestionar tus límites.
Tumbada en la hamaca de cuerda verde de nuestra terraza y meciéndome al ritmo de mis pensamientos, sin percatarme del chirrido de las cuerdas rozando la madera, analicé cada uno de los días vividos. Pasaron por mi mente templos, ciudades de intensos olores, selvas, cascadas, caras sonrientes, túnicas color azafrán y mercados nocturnos, arenas finas, monos ladrones e islas imposibles. Las comisuras de mis labios se curvaron inevitablemente hacia arriba.
Regresé a España con las manos casi vacías y el alma rebosante. Tenía la certeza de que la vida es demasiado impredecible para encorsetarla, que la mejor aventura empieza justo cuando te atreves a plantarle cara a tus propios planes. Había aprendido algo que no viene en las guías: que los mejores caminos son los que divergen, que las mejores historias nacen de ellos. Y guardo para mí y para quien quiera compartirla conmigo la certeza de que el azar sabe mejor que nadie lo que necesitamos vivir.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.