por Ingrid Julve
Una peregrinación olvidada al corazón oculto de Ibiza
El mundo ordinario y la llamada
No era un viaje planeado con mapas ni folletos turísticos. Llevaba tiempo leyendo sobre la cueva de Es Culleram, el antiguo santuario consagrado a Tanit, la Gran Señora. Diosa cartaginesa de la fertilidad, de la guerra, de la vida y de la muerte. Una figura poliédrica, mitad madre y mitad guardiana, que los feniciopúnicos trajeron consigo y que Ibiza hizo suya. Su culto, intenso, secreto, aún vibra en ciertos rincones de la isla, pese a que su santuario, hoy, se alza olvidado en lo alto de una montaña, lejos del ruido – y también del cuidado.
Me lancé a buscar indicios. Ninguna de mis amistades locales en la isla sabía decirme dónde estaba exactamente. Google Maps marcaba algo en mitad de la nada. Las guías hablaban del lugar como quien describe un secreto que ya ha dejado de importar. Pero algo en el nombre de Tanit me desafiaba.
Tanit es muchas cosas. Diosa madre, protectora del hogar, pero también guerrera solar, guía de almas, señora de la noche. En Ibiza, su culto marcó a generaciones. Algunos rituales sobrevivieron sin nombre, disfrazados de folklore cristiano. Hay quienes aún le encienden velas, le piden hijos, le hacen ofrendas. Confundida con la Virgen Blanca, con la Luna, con la montaña misma. Yo prefiero pensar que sigue aquí, observando en silencio, harta de que le hayan dado la espalda.

El cruce del umbral
Conduje desde Ibiza puerto por la carretera que trepa hacia el oeste en dirección a Sant Vicent de sa Cala. El mar quedaba atrás y los pinos comenzaban a cerrar el cielo. De pronto, en una curva a la izquierda, apareció un cartel rosa desteñido. Discreto, como si se avergonzara de estar ahí: “Santuario Púnico Es Culleram”. Y una flecha que apuntaba hacia una pista de tierra que se perdía entre los árboles.
Giré el volante. Sentí el cambio: del asfalto al polvo, del murmullo al ruido de las piedras que saltaban entre los neumáticos de mi Fiat Punto. La vegetación era espesa, y el sol, alto, parecía observarlo todo sin intervenir. Buscaba el aparcamiento del que hablaban algunas páginas web, pero no existía. Como si la montaña misma lo hubiera devorado.
Las pruebas: el ascenso y la pérdida
Aparqué donde pude, entre dos pinos de ramas torcidas. El olor a resina era denso, embriagador. Bajé del coche. La tierra estaba seca, rojiza. En mis sandalias se coló el polvo caliente, áspero. Me orienté por intuición. Seguí lo que parecía la continuación del sendero donde aparqué mi coche, solo que mucho más angosto. No había rastro de señales nuevas. Solo el rastro leve de un camino que se perdía monte arriba. Subí. El sol caía con fuerza sobre mis hombros. A lo lejos, entre los árboles, se filtraba el canto lejano de una cigarra. La montaña estaba viva. Cada paso era un esfuerzo entre la incertidumbre de si era el camino correcto. El suelo cedía. La roca afloraba en los bordes como costras. Tenía sed, pero no bebía. No quería perder el pulso con el paisaje.
El encuentro con el santuario
Y entonces vi que se asomaban unas escaleras de piedra con una casi imperceptible cuerda vieja a la derecha como barandilla. Bajé con expectación y nervios. ¿Qué me encontraría al otro lado? Tenían que ser las escaleras que llevaban a Tanit, no podría ser otra cosa.
Entonces, allí estaba. La entrada.
La cueva de Es Culleram no se impone. Se insinúa. Aparece de pronto entre la vegetación, en la ladera de un monte calcáreo. Está protegida por una verja metálica oxidada, como si bastara un candado para custodiar el corazón místico de la isla. Me detuve. No sabía si era el calor, la fatiga o una energía más antigua lo que me oprimía el pecho. El cuerpo me latía entero. La entrada era pequeña. Pero allí dentro, siglos atrás, alguien había ofrecido plegarias, sacrificios y sangre.
La revelación: la diosa y su abandono
El santuario parecía un vientre de piedra oculto en la montaña. Me acerqué despacio, con los músculos aún tensos por la subida y la mente a medio camino entre la vigilia y algo más profundo. La verja oxidada marcaba el límite entre el presente y algo anterior al tiempo. Detrás, un cartel ajado, casi invisible, intentaba contar – con letras descoloridas y resignadas – qué había sido ese lugar. Pero ya nadie lo leía. Estaba allí como un testigo vencido, preso del polvo, encerrado tras barrotes como si la historia misma hubiese quedado cautiva.
Asomé la nariz entre las rejas. En el interior, el aire era espeso. Olía a humedad, a piedra mojada, a algo que no sabía si era vegetal o mineral, como si la cueva misma exhalara recuerdos. Las paredes, cubiertas por musgo, parecían susurrar historias.
Y, contra todo pronóstico, el culto seguía allí. No en forma de estatuillas púnicas ni ofrendas ceremoniales, sino en objetos modernos, casi absurdos, dejados por manos anónimas que buscaban, tal vez, un vínculo. Una goma de pelo, pegada a la piedra con humedad reseca. Un mechón de rastas amarrado con un cordón. Flores marchitas atrapadas en bolsas de plástico, como si la intención sobreviviera a la estética. Había incluso marcas recientes, dibujos rudimentarios trazados sobre la roca, y entre ellos, uno que reconocí al instante: el ideograma de Tanit, grafiteado torpemente, pero con una intención clara. Un círculo, una línea, un triángulo invertido. La conexión con el cielo, la fertilidad y la protección. No había altares ni incienso. Pero bajo esa aparente ruina, el lugar latía. Sentí algo parecido al vértigo. No por miedo, sino por sobrecogimiento. Como si estuviera demasiado cerca de algo que no se deja mirar de frente.

La transformación: entender sin fe, sentir sin rito
Me senté frente a la verja. El metal estaba caliente al tacto. Apreté los dedos sobre la roca. La sentí rugosa, irregular. Como una piel que había soportado siglos. Lloré un poco. No por tristeza, sino por esa mezcla extraña de belleza y rabia.
La belleza de sentir que algo muy antiguo seguía vivo.
La rabia de comprobar que nadie parecía recordarlo.
El viento soplaba desde el este. Traía olor a pino y a mar. Y también el murmullo de los insectos, el roce de las hojas secas, la queja de las piedras bajo los pies. Me quedé quieta. Respirando. Sintiendo.
El regreso: cargar con la memoria
Volví sobre mis pasos. Más ligera. Más sucia. Con el polvo pegado a las piernas y la garganta reseca. No tomé fotos. No publiqué stories. No quise que se transformara en contenido. A veces, lo sagrado necesita permanecer secreto.
Y sin embargo, al llegar abajo, algo en mí pedía contarlo. No por vanidad. Por justicia.
Tanit no necesita masificaciones turísticas.
Pero merece memoria.
No pide adoración.
Pero exige respeto.
Mientras la isla siga olvidando su propio centro espiritual, seguirá vendiendo vacío disfrazado de experiencia. Mientras el cartel rosa siga desteñido en la curva de la carretera, la historia será negada.
Pero mientras alguien suba esa colina perdida y se siente frente a su cueva…
Tanit no morirá. Tanit no estará sola.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.