Por Ana Oubiña

En la extensa y diversa gastronomía japonesa, la técnica de freír tiene muchas caras. Desde el crujiente y especiado pollo karaage hasta las populares croquetas korokke o el contundente tonkatsu de cerdo empanado, los fritos forman parte del día a día culinario nipón. Sin embargo, hay uno que destaca por su elegancia, ligereza y profunda conexión con la tradición: la tempura.

A simple vista puede parecer solo otro plato frito, pero la tempura representa algo mucho más refinado. Su historia se remonta al siglo XVI, cuando misioneros portugueses introdujeron técnicas de fritura en Japón. Los japoneses no tardaron en reinterpretarlas, dando lugar a una elaboración que con el tiempo se convirtió en símbolo de sofisticación gastronómica. La tempura es hoy en día uno de los emblemas de la cocina japonesa y se sirve tanto en puestos callejeros como en restaurantes de alta gama, donde cada pieza es tratada casi como una obra de arte efímera.

Lo que diferencia a la tempura de otros fritos no es solo su presentación, sino su filosofía y su técnica. Para empezar, el rebozado es radicalmente distinto: se elabora con una mezcla muy sencilla de harina de trigo, agua helada y, en algunas variantes, una yema de huevo. La masa se mezcla apenas lo justo, sin batirla en exceso, para evitar la formación de gluten. Esto da lugar a una cobertura fina, irregular y ligera que no envuelve al producto como una armadura, sino que lo realza. En boca, la sensación es aireada y crocante, casi etérea.

A diferencia de otros fritos japoneses como el tonkatsu —una chuleta de cerdo empanada en panko, gruesa y dorada— o el karaage, que consiste en trozos de pollo marinados y fritos hasta obtener una textura crujiente y jugosa, la tempura busca sutileza. Es un ejercicio de equilibrio. Los ingredientes más usados son verduras (berenjena, calabaza, pimiento, setas) y mariscos (langostino, calamar, pescado blanco), y cada uno requiere una temperatura y un tiempo exacto para que conserve su sabor y textura natural.

Además, la forma de servirla también habla de su singularidad. En los restaurantes especializados, los ingredientes se fríen uno a uno y se presentan recién hechos, aún humeantes, acompañados por sal o una salsa ligera llamada tentsuyu, elaborada con caldo dashi, mirin y salsa de soja. A menudo se acompaña con daikon rallado, que se mezcla con la salsa para añadir frescor. No hay excesos, ni guarniciones recargadas, ni combinaciones que opaquen el ingrediente principal.

En contraste, platos como el tonkatsu suelen presentarse en menús completos: junto a arroz, sopa miso, repollo rallado y encurtidos. Son comidas más contundentes, pensadas para saciar y reconfortar. Las korokke, por su parte, son croquetas de puré de patata con carne o marisco, empanadas y fritas hasta alcanzar una corteza dorada, y se venden habitualmente en tiendas callejeras como bocado rápido.

Así, la tempura destaca no solo por cómo se cocina, sino por lo que representa. Es una forma de expresión culinaria que respeta el producto, resalta la estacionalidad y busca una experiencia sensorial delicada, casi silenciosa. Es una técnica que requiere precisión, desde la temperatura del aceite hasta la elección de la harina, y que se disfruta mejor sin prisas.

En un país donde los detalles importan, donde la estética y la armonía se trasladan a la mesa, la tempura es un ejemplo más del refinamiento con el que Japón transforma lo cotidiano en extraordinario.

 Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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