Por Silvia Gago.
Era mi tercer día de buceo en Baja California Sur. Salimos del pequeño puerto de Cabo Pulmo a las 8 de la mañana rumbo a Los Morros, uno de los puntos más emblemáticos del parque nacional marino y el primero de la mañana. A bordo de la lancha, el aire fresco y las salpicaduras de agua fría me mantenían bien despierta. A pesar de que el mar estaba mucho más tranquilo que el día anterior, aún corría algo de brisa.


Cuando la lancha se detuvo frente al punto de inmersión, nos preparamos para entrar al agua. Me subí la cremallera del traje de neopreno de 7 milímetros con capucha incluida, necesario para las corrientes frías que se avecinaban, que llegarían de repente y se sentirían como ráfagas que atraviesan hasta la piel. Después me coloqué los 7 kilos de plomos en el cinturón, haciéndome sentir pesada y algo torpe al moverme. Ajusté el chaleco, las aletas y la máscara, me puse el regulador en la boca y me dejé caer al agua hacia atrás.
En cuanto descendimos, un enorme banco de jureles nos envolvió hasta el punto de bloquear la luz solar, como si de una nube negra de lluvia se tratara. Meros de casi mi tamaño pasaban entre medias, abriéndose paso como Moisés entre las aguas del Mar Rojo. La sensación fue abrumadora, estaba completamente eufórica, rodeada de vida y por momentos perdí toda noción del espacio y del tiempo. Era la primera vez que experimentaba algo así bajo el agua. Nada te prepara para algo tan intenso.
Más abajo, las siluetas de los morros, esas formaciones volcánicas recubiertas de coral de colores vivos, se dibujaban como catedrales sumergidas, hogar de peces mariposa, peces ángel, peces cirujano y escuelas de peces globo, entre muchos otros. También escondite de morenas con dientes afilados que asomaban tímidamente entre las rocas. La visibilidad era buena para ser marzo, dejándonos presenciar incluso una móbula a lo lejos, elegante, al borde de la superficie, apenas perceptible.
Bajo el agua, todo es más silencioso. Lo único que escucho son mis burbujas al exhalar y el leve crujido del regulador. A veces, algún chasquido lejano, el sonido de otra lancha o el roce de las aletas. No hay distracciones, algo que en realidad agradezco, pues, a medida que gano experiencia como buceadora, me ayuda a centrar mi atención en la búsqueda de detalles pequeños como nudibránqueos de colores brillantes y gusanos de fuego. Aprender a mirar bajo el agua es casi como aprender un idioma nuevo.
La inmersión fue maravillosa. La disfruté al máximo, a pesar del frío que se colaba por los bordes del traje, por las muñecas, por el cuello, por donde podía. La capucha ayuda, pero el agua siempre encuentra cómo entrar. Los dedos se me entumecieron un poco, y sin embargo, cada minuto valió la pena: desde los primeros metros hasta el último vistazo al fondo marino durante la parada de seguridad.
Ya en la superficie, nada más quitarme el regulador de la boca, el sabor a sal es lo primero que noto. Tras casi una hora de inmersión, siento la boca reseca a causa de la goma, con un leve regusto amargo que ya se ha vuelto familiar, e incluso la mandíbula algo cansada y tensa.
Una vez de vuelta en la lancha, el olor a neopreno mojado y sal marina es inconfundible. Mi instructora, una mujer catalana de unos cuarenta años, abrió un termo con té de canela y me ofreció un poco en un vaso de plástico. Sostener esa taza humeante entre las manos heladas fue reconfortante. Me calentó por dentro y me devolvió, poco a poco, al mundo de los vivos, lista para la siguiente inmersión.
También comí unas galletas. Nada especial: industriales, empaquetadas, probablemente con más azúcar que otra cosa. Pero en ese momento, mi paladar lo celebró como si fuera un festín.
Mientras el sol empezaba a calentar levemente mi traje aún empapado y a mi alrededor los demás buceadores charlaban en voz baja sobre lo que habíamos presenciado, pensaba en que Cabo Pulmo tiene algo especial. No hablo solo de la abundancia de vida marina. Hay una energía allí, una especie de equilibrio entre lo salvaje y lo protegido, entre la calma y lo imprevisible. Es de esos lugares que, cuando vuelves a la superficie y te quitas la máscara, sabes que vas a recordar siempre.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.