Por Mario Lorenzo Quintanilla.
Una búsqueda de imágenes en Google con el criterio “altiplano andino” descubre una cantidad importante de instantáneas de la puna – paisaje de alta montaña de los Andes Centrales- en las que aparecen llamas pastando. También, para los “románticos” amantes de enviar postales como yo, esta resulta una imagen icónica de muchas de las láminas que uno puede encontrar en las típicas tiendas de souvenirs en países como Bolivia, Perú, Ecuador, Chile o Argentina.
Sin embargo, esa no es la imagen que integra mi “short list” de llamas en mi memoria. En mis tiempos de estudiante de Publicidad y Relaciones Públicas, mi imagen de cabecera de este, entonces animal poco familiar para mí (si acaso había visto alguna llama en un zoo o en un circo), era la de una llama que, en vez de escupir,como le precedía su fama universal, hablaba.

La creatividad argentina era puesta como ejemplo en las aulas y no pocas veces se nos referenció la campaña publicitaria de Telecom «La Llama que Llama». Era una exitosa campaña de finales de los 90 principios de los 2000 en la que una familia de llamas realizaba llamadas telefónicas divertidas y con un tono guasón. Todavía hoy, más de 20 años después, el recuerdo de aquella divertida familia de llamas sigue despertando mi sonrisa y mi inevitable imitación cuando, en alguno de mis viajes por Latinoamérica, me he topado con una llama: “habla la llama que llama”.
Muchos años después, cuando empecé a recorrer el mundo y traspasé la frontera de la pantalla, otra imagen bien diferente de la llama entró a formar parte de mi “short list”. Viajando como mochilero por Argentina y Bolivia, recuerdo que, en mi deambular por un mercado de Potosí, me topé con unas pequeñas llamitas colgando de la parte superior de un tenderete que, al primer golpe de vista, me asemejaron peluches. Sin embargo, más tarde, fruto de la investigación, descubrí que nada que ver con mi primera percepción, sino que se trataba de sullus, es decir, fetos de llama. “¿Para qué se utilizan?”, fue la pregunta que surgió instantáneamente en mi cabeza.
En la cosmovisión quechua y aymara, el mundo está organizado en tres planos o niveles de existencia, que no solo representan dimensiones físicas, sino también espirituales y simbólicas, y estructuran la relación entre el ser humano, la naturaleza, los espíritus y el universo.
El primero de esos planos es Alaxpacha, el mundo de arriba, que representa la dimensión divina, luminosa y ordenadora, el espacio donde habitan los dioses, astros, espíritus protectores, y en algunos relatos, las almas de los antepasados.

El segundo nivel es Akapacha, el mundo del aquí y ahora, el mundo terrenal, el plano en que vivimos los seres humanos, los animales, las plantas, las montañas, los ríos…, donde se desarrolla la vida cotidiana, pero también es un espacio sagrado donde se manifiesta la Pachamama (Madre Tierra) y se realiza el principio del ayni (reciprocidad).
Y el tercer plano es Manqhapacha, el mundo de abajo o interior, el mundo subterráneo asociado a lo oculto, lo ancestral, lo gestante y lo transformador, que, en el contexto minero, está vinculado al Tío, y a la fecundidad de la tierra, ya que desde ahí brota la vida. Pese al sentido dado por la religión católica, no es un “infierno”, sino un espacio de regeneración, misterio y poder profundo.
Estos tres mundos no están separados, sino que interactúan constantemente. La armonía del universo depende del equilibrio entre los tres planos, y de la correcta relación del ser humano con ellos mediante rituales, ofrendas, respeto a la naturaleza y convivencia comunitaria.
Resulta imprescindible conocer y entender esta cosmovisión quechua y aymara para comprender, respetar y valorar los rituales andinos, como la ch’alla, la mesa a la Pachamama o las ceremonias de agradecimiento a los apus, que, justamente, buscan establecer esta conexión y mantener el equilibrio entre el Alaxpacha, Akapacha y Manqhapacha.
Esos fetos de llama que yo descubrí por primera vez en un pequeño mercado de Potosí y luego encontré por todos los mercados de Bolivia, sobre todo en el famoso Mercado de las Brujas de La Paz, son solo un ejemplo de los muchos curiosos objetos y elementos que dan vida y forma a todos esos rituales y ofrendas y que, a ojos desinformados, carecen de significado o, lo que es peor, se utilizan para brujería.
En mi último viaje a Bolivia para documentar el Carnaval de Oruro, fruto de un trabajo inmersivo, he tenido la suerte de dar el salto de los fetos de llama inanimados expuestos cual souvenirs en los mercados callejeros, a participar en dos de esos rituales a la Pachamama en los que los sullus adquieren todo su significado como símbolo de vida y fertilidad, permitiéndome conectar más profundamente con el alma de Bolivia y su rica cosmovisión.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.