Por Laia Ávila.
El volcán ardía en la oscuridad como una herida abierta en la tierra. Desde el avión, veía una llama brillante bajo la noche helada. Me quedé sin aliento al contemplar el humo que ascendía sin pausa, mientras mis ojos se llenaban del resplandor de la lava. Agradecí que el azar me hubiera regalado ese asiento junto a la ventana. No se me ocurre una bienvenida más sobrecogedora.
¿Te lo puedes creer, yaya?


Acabo de llegar de Islandia. Volé desde Barcelona una noche de marzo. Seguro que ahora me preguntas: “¿Cuántas horas de avión fueron?” Un poco más de cuatro, pero cada minuto valió la pena.
Cuando aterrizamos en Reikiavik, aún era de noche. Nada más salir del aeropuerto, el frío me azotó. Era de esos fríos que se cuelan hasta los huesos. Me envolvía como un manto helado, que hacía que mis dedos se entumecieran y que respirar doliera. Pensé en las mantas gordas con las que me arropabas de pequeña, esas que casi te ahogaban con el peso de ellas, pero que daban un calor que nada más puede igualar. ¡Cuánto me hubieran servido! Yaya, me imaginé que ese era el frío de verdad, el frío de antes, del que siempre me hablas.
Al día siguiente, comencé la ruta por el sur con el coche. La carretera se estiraba entre paisajes que parecían de otro planeta: campos de lava, pequeñas montañas llenas de nieve blanca, cascadas que caían desde las alturas y playas de arena negra. Allí, el mundo parecía recién creado. Pero, ¿Sabes una de las cosas que más me impresionó? El silencio. No un silencio cualquiera, sino ese que solo existe donde no hay coches ni voces ni relojes. El único sonido era el viento y las olas. Un viento que, en ocasiones, parecía que te haría volar en cualquier momento.
Una mañana, llegué a Skógafoss, una de esas cascadas que se te quedan grabadas. El agua caía con mucha fuerza. Me acerqué y quedé empapada. El rocío era tan frío que dolía, pero también despertaba. Me sentí tan viva, como cuando te da un aire fuerte en la cara y dices: «Esto es bueno, me despeja las ideas». El aire tenía olor a tierra mojada, pero no solo eso. Había algo más. Como si la nieve, al empezar a derretirse, despertara los olores que el invierno había escondido durante meses, musgo húmedo. Estoy segura que te gustaría. Yo cerraba los ojos y respiraba hondo. Era como oler el corazón de la tierra.
Tras mojarme entera frente a Skógafoss, seguí hacia el este. El paisaje se volvía cada vez más irreal. Como si Islandia quisiera enseñarme sus joyas más ocultas.
Cuando llegué a Diamond Beach me pareció un sueño. Hileras de bloques de hielo brillante yacían sobre la arena negra volcánica, como diamantes caídos del cielo. A lo lejos, las olas rompían con lentitud hipnótica, arrastrando pequeños trozos de iceberg. Era uno de esos días que los islandeses llaman gluggaveður, “tiempo de ventana”, muy hermoso desde dentro pero implacable cuando te atreves a salir. Pero también había calor, yaya. En los platos. En las sopas que me devolvían el alma al cuerpo. Comí una de pescado con sabor intenso, como tus caldos de invierno que hierven durante horas. Y otra de cordero, densa, con hierbas que no reconocí, pero que sabían a refugio. Sentía cómo me bajaba el calor por la garganta y me encendía el pecho, como si por dentro todo se descongelara. Me supo a hogar, a cuidado, a ese calor que tú sabes dar en un plato humeante.
Te habrías reído de mí si me hubieras visto salir corriendo en mitad de la noche. En el hostal dijeron que se veían auroras boreales, y yo ni lo dudé. Salí disparada, con el pelo todavía mojado después de la ducha, y entonces me acordé de ti, de cuando me advertías: “No salgas así, que luego pasa lo que pasa”. Pero esa noche… esa noche el cielo decidió mostrar su magia. No sé cómo contártelo sin que parezca un cuento. Imagina un manto negro, inmenso, y, de pronto, una luz verde que lo atraviesa como una caricia. Luego llegaron más colores, formas que se estiraban, giraban, se encogían. El cielo entero se movía. Pensé: “Esto no puede ser real”. Pero lo era. Estaba allí, y yo también. Me habría encantado agarrarte de la mano y que lo vieras conmigo. Sé lo que habrías dicho: “Niña, esto es un regalo”.
Dormí esa noche con la cara ardiendo por el frío y el alma llena. El edredón era tan grueso que parecía que dormía entre nubes. Pero lo mejor era lo que llevaba dentro: la sensación de haber presenciado algo que no se puede guardar, que solo se vive y ya.
La próxima vez, te enseño las fotos. Pero mientras tanto, cierra los ojos y escúchame: el cielo baila, yaya. Como si aquella herida de lava en la tierra hubiese abierto un portal a la magia.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.