Por Èric Frigola
Un distintivo oficial busca proteger la tradición culinaria del país, pero plantea
preguntas sobre cómo se definen las raíces y la autenticidad en tiempos de cambio.
En mi búsqueda sobre producto local y restauración en Andorra, me topé con un sello que parecía decir mucho más de lo que mostraba. Era el de “Restaurant de Cuina Tradicional d’Andorra”, creado para distinguir a los establecimientos que elaboran recetas del corpus gastronómico nacional con productos locales. A primera vista, puede parecer una simple herramienta de promoción turística; sin embargo, detrás de ese distintivo se esconde un debate mucho más profundo sobre la identidad y la evolución de la cocina andorrana.

Distintivo oficial de “Cuina tradicional d’Andorra, otorgado a establecimientos que preparan recetas tradicionales con productos de proximidad.
El sello nace como consecuencia de un proyecto ambicioso: la creación de un corpus gastronómico con 438 recetas, de las cuales 120 forman parte del llamado patrimonio gastronómico vivo. Con ello, el Gobierno andorrano busca reconocer y proteger una tradición culinaria compartida, vinculada al territorio y a los productos de proximidad. Pero, en la práctica, esa voluntad de preservar plantea inevitablemente una pregunta: ¿hasta qué punto puede definirse por decreto qué es “cocina andorrana”?
El reglamento establece criterios muy concretos: los restaurantes deben ofrecer al menos cinco platos tradicionales elaborados con ingredientes de proximidad y evitar el uso de “ingredientes exóticos con topónimos de fuera de los Pirineos”. Es comprensible: se intenta salvaguardar una identidad y evitar la disolución cultural.
Sin embargo, la gastronomía —como cualquier manifestación viva— cambia con las personas que la practican. Bajo la marca comercial “Productes agrícoles i artesans d’Andorra” se hallan cervezas o chocolates elaborados con la premisa de ofrecer un producto local de calidad que en absoluto reproduce un legado antiguo ligado a la tradición del país, como podría ser el caso de los embutidos o la ratafía. ¿Hace eso su trabajo menos auténtico? Tal vez no. Quizá su autenticidad no esté en el origen de los ingredientes, sino en el gesto de arraigarlos, de hacerlos dialogar con el lugar. Al fin y al cabo, la identidad no solo se hereda, también se construye.
Estas consideraciones sobre lo propio y lo ajeno cobran más fuerza cuando uno observa el catálogo de restaurantes de Andorra Turismo. En él, algunos establecimientos figuran bajo la categoría de “cocina andorrana”, pero otros con ofertas parecidas aparecen como restaurantes de “cocina de montaña” o “cocina casera”, categorías que —sin decirlo explícitamente— podrían incluir platos igualmente tradicionales. Y esto sugiere una posible desconexión entre lo que la institución certifica y lo que realmente se cocina, más allá de las modas e influencias globales o la coexistencia con restaurantes de cocinas internacionales.
También hay contradicciones interesantes en torno al concepto de producto local. Los embutidos tradicionales como la donja o la bringuera se elaboraban antiguamente con los cerdos que cada familia criaba, pero hoy se producen con animales que pueden ser de proximidad, aunque no autóctonos. La situación se complica aún más en el caso de los chocolates locales, pues es evidente que el cacao no se cultiva ni en Andorra ni en las zonas vecinas del Pirineo.

Por estos motivos, en el contexto de un país tan marcado por el concepto de frontera y por las oportunidades que genera su permeabilidad, quizá no tenga sentido cerrar la identidad culinaria a una instantánea del pasado. Está bien ser proteccionista, pero también hay que recordar que todas las culturas son fruto de mezclas y contactos que se han ido produciendo a lo largo de la historia.
Todo este conjunto de tensiones podría transformarse en una historia periodística que explore qué papel juega el sello en la construcción contemporánea de la identidad gastronómica andorrana.
Imagino una crónica que ponga frente a frente dos restaurantes: uno que luce el sello en la puerta y otro que, aun trabajando con producto local y recetas tradicionales, ha decidido no adherirse. A través de ellos, podrían abordarse las preguntas que surgen de todo esto: ¿Qué representa realmente ese sello? ¿Qué valor le otorgan los comensales? ¿Sirve para reforzar los lazos entre productores y restauradores o se queda en una herramienta simbólica? ¿Aporta más beneficios a los restaurantes que lo poseen o sólo alimenta el orgullo de los dueños?
Más que una historia de contraste, sería un retrato coral de un país que busca definirse a través de su mesa, entre la norma y la práctica, entre la memoria y la adaptación.
En definitiva, la existencia del sello y del corpus de recetas invita a replantearse lo canónico y a mirar hacia los márgenes. De esas preguntas nacen las historias, los contrastes, los posibles diálogos entre quienes cocinan, quienes piensan la cocina y quienes simplemente la disfrutan. Tal vez la identidad gastronómica andorrana no dependa tanto de lo que conserva, sino de la manera en que se atreve a transformarse: a adaptarse a los nuevos retos de la sociedad actual, a distinguir entre lo que realmente le es externo y lo que habita en ese limbo sin clasificar, en tierra de nadie.
Y el sello de “Cuina Tradicional d’Andorra”, más que cerrar esa conversación, quizá sea el punto donde realmente empieza.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.