Por Dessiré Camporro

Es una mañana muy soleada y calurosa de junio en la ciudad de Atenas. Me encuentro en el hotel Crowne Plaza Athens City Centre. No me he despertado con prisa para ir al desayuno del hotel puesto que, aunque se pueden probar delicias griegas, he decidido seguir con mi ya tradicional visita a un brunch en cada parte del mundo que visito y comer algo saludable después de mi entrenamiento de fuerza.

Hay bastantes opciones gastronómicas en esta ciudad, todo depende de lo que uno busque. Hoy he decidido ir a The Roosters, un brunch-café moderno situado en el barrio Ilisia, en la calle Ionos Dragoumi 58. El establecimiento se encuentra a pocos minutos a pie del hotel y a 7 minutos en coche del Museo de la Acrópolis.

Al entrar, puedo apreciar la atmósfera relajada y algo bulliciosa al mismo tiempo. Está sonando Coming Home de Leon Bridges. Las paredes de mármol blancas parecen deliberadamente sin terminar, con mesas y sillas de madera de diferentes diseños, pero que curiosamente funcionan muy bien. Junto a algunas mesas, en lugar de sillas tienen una especie de banco alargado de madera que recuerda al de una iglesia católica. También se pueden observar plantas en cada esquina, colgando de unos nudos hechos en macramé o secas y en jarrones en las estanterías de una especie de biblioteca sin casi adornos ni libros, con un estilo minimalista.

Las ventanas son amplias y permiten que entre mucha luz. Hay una clara intención de querer envolver al cliente en un ambiente orgánico. Se puede considerar que casa bastante bien con el producto que ofrecen, pues, aunque tienen opciones para los más golosos, el menú sigue una línea de comida bastante saludable. Todo este ambiente entre paredes blancas imperfectas, plantas y madera de distintos diseños le dan un toque casual, casi no pensado, que funciona bien con el tipo de clientes que se encuentran en local, que parecen no tener ninguna prisa.

La mayoría de los clientes que se alcanzan a ver son grupos de treintañeros, un par de amigas o parejas que sostienen tranquilamente sus bebidas con las gafas de sol puestas y disfrutan de la brisa de media mañana en la terraza amplia y en forma de «L» que rodea el local. Les observo inmersos en sus conversaciones.

Hace mucho calor, pero la terraza, que tiene sus propias sombrillas y que disfruta, al mismo tiempo, de la sombra que regalan árboles a su alrededor, es un lugar muy agradable y el ambiente que se percibe es tranquilo. No dan ganas de volver al trabajo. Es una sensación bastante diferente al de las calles frenéticas del centro de Madrid, donde todo el mundo parece tener prisa desde primera hora de la mañana.

Me acerqué a la barra y, después de saludar con un sonriente kaliméra, empecé a hojear una tras otra las grandes cartas hasta que encontré el menú en inglés. Le dije al camarero lo que iba a tomar y me invitó amablemente a primero sentarme y después uno de ellos vendría a atenderme.

Todos los camareros y camareras eran jóvenes y algunos tenían un toque algo alternativo e informal: tatuajes, piercings, mechones de color azul, pero no daban la impresión de desaliñados; diría incluso que todos eran agradables a la vista. Podían pasar perfectamente por clientes del local.

Un joven con una camiseta blanca ancha vino a tomar nota. Me habló directamente en inglés y no sonrió hasta que yo sonreí. Aunque parecía algo serio al principio, rápidamente se relajó. Puede que fuera su primera semana: observé que le observaban. No podemos olvidar el desafío que supone hablar otro idioma en el trabajo si aún no estamos acostumbrados. A pesar de ello, tanto él como los demás trabajadores tenían buen nivel de inglés y eran amables.  

El menú de Roosters ofrece, entre otros, lo que ahora todo el mundo entiende por comida healthy. Desde smoothies de fruta, matchas y café de especialidad, pasando por platos principales de huevos, salmón ahumado, aguacate o sandwiches con ingredientes supuestamente no procesados y diferentes tipos de panes, hasta algunos dulces. Los cinnamon roll, de hecho, o las cookies son de gran tamaño y si los observas demasiado acabarán siendo una verdadera tentación.

Para beber me pedí un matcha frío con leche de avena y para comer su healthy omelette y el yogur griego con granola y frutos del bosque.

Elegí la leche de avena porque las leches vegetales, aunque algunas contienen mucho azúcar, tienen menos cantidad de grasa que la leche de vaca y no suelen dejar esa sensación de hinchazón.

Desafortunadamente, en muchos establecimientos le añaden sirope al matcha sin preguntarle al cliente primero y no tienen para nada el sabor herbáceo y terroso propios, sino que lo convierte en una bebida mucho más «para todos», más edulcorado, lo que lleva a perder su verdadera personalidad.  

Hablemos del té matcha  

Hay muchos tipos de té matcha. Uno muy famoso en Japón y que además es más dulce y tiene una textura más cremosa–lo que lo convierte en casi encantador– es el Uji. Proviene precisamente de la región Uji, en Kioto, donde el clima y el suelo son ideales para cultivar un té fino y, por lo tanto, sus hojas son más tiernas.  

Para dar un poco de contexto, el matcha se comenzó a usar en China, aunque todavía no se llamaba así, sino que era simplemente té molido. Su uso se remonta a la dinastía Tang, entre los siglos VIII y X, donde las hojas se cocían al vapor, y era popular en la corte y entre monjes budistas, quienes los utilizaban durante la meditación.

Este té mantiene el cerebro activo, despierto, concentrado, pero sin provocar nerviosismo ni el estado de alerta, propio del café. Es una combinación de energía calmada, ya que tiene cafeína suave y L-teanina, además de antioxidantes, por lo que es considerado un superalimento.

Más tarde, en el siglo XII llega a Japón y comienza a cultivarse en Uji. Y alrededor del siglo XV comienza a utilizarse en la ceremonia del té, basada en los principios Zen de simplicidad, armonía, respeto y tranquilidad.  

En el siglo XX pasó de estar reservado a la aristocracia y a los templos a tener un uso más popular en la repostería (mochis, helados, etc.), hasta que en el siglo XXI ya lo hemos adaptado a nuestra cultura occidental con nuestros matcha lattes o smoothies.  

Sin embargo, cabe decir que muchas personas que han asistido a una ceremonia del té, y más si se ha tenido la oportunidad de hacerlo en Japón, o simplemente se han acercado con respeto y curiosidad a este ritual, se han hecho con todos los artilugios tradicionales necesarios para hacerlo en casa.

Empezando por el Chawan, el bol ancho y profundo hecho de cerámica; el Chasen, el batidor de bambú, hecho a mano y que sirve para batir el polvo del matcha (cuya técnica no es fácil de dominar) con agua caliente (alrededor de los 70 u 80 ºC, no hirviendo); Chashaku, la cucharilla larga y curvada que sirve para medir la cantidad justa de matcha; y el Tamagawa, que es el colador para evitar que se formen grumos.

Pero volvamos a nuestro brunch en la blanca Atenas…

El joven camarero de camiseta blanca trajo la bebida. El matcha lo presentan con hielo en un vaso de cristal. La mitad superior de color verde del matcha estaba perfectamente separada por la parte baja de color blanco de la leche. Estéticamente era una bebida equilibrada y bastante llamativa. Tras probarlo, las primeras impresiones fueron muy positivas. Se puede sentir el sabor umami, ese sabor profundo y vegetal tan envolvente y característico de este té. No se sentía el sabor de ningún edulcorante, más que el muy probable azúcar de la leche de avena.

Decidí probar una de sus omelettes, la llamada healthy omelette, que estaba hecha con yema de huevo y venía rellena de espárragos, queso feta, espinacas y brócoli. Era una tortilla francesa voluminosa y de color blanquecino por la yema de huevo. Vino acompañada de una ensalada y un pan de masa madre tostado y partido por la mitad.

La salsa de la ensalada contrastaba bastante bien con el sabor y el color ligeramente pálido de las hojas, ya que estas de manera visual no llamaban precisamente la atención, pero la salsa aportaba un toque interesante e inesperado, una especie de mostaza agridulce. Desde mi punto de vista, podrían haber elegido otro tipo de hojas.

Quizás habrían acertado más con unos canónigos o rúcula, o simplemente eliminar la ensalada, pues la tortilla ya contiene espinacas en su interior, y cambiarlo por un cuarto o medio aguacate cortado en abanico, ya que habría aportado equilibrio visual al plato; y ya lo decía Vitruvio: «la belleza nace de la proporción». Sin embargo, también podríamos pensar que querían evitar la porción de grasa que aporta el aguacate y dejar el plato simplemente en una buena cantidad de proteínas y alta cantidad de fibra con las verduras.  

La tortilla francesa era suave y esponjosa con un toque ligeramente amargo del brócoli y los espárragos, equilibrado por la cremosa salinidad del queso feta. Las espinacas aportan frescura, pero con la calidez de la preparación daban una sensación de conjunto muy acertada. Simple y muy agradable al paladar. 

Decidí también probar un yogur griego con berries, o frutos del bosque o bayas, como las conocemos en español. Vino presentado en un amplio bol que parecía ser de madera (como el resto de su decoración) en el que una lámina recta de plátano cortado separaba la granola de un manto de color negro, azul oscuro y ligeros dados blancos.

Eran arándanos, moras y pitahayas, (o fruta del dragón). Cuatro florecillas comestibles de un fuerte color púrpura decoraban delicadamente el bol. Debajo de ese manto de colores y texturas, –pues las frutas aportaban suavidad y la granola ese toque crujiente tan satisfactorio–, se observaban tímidos pincelazos de una mermelada de frambuesa.

Curiosamente, más tarde, cuando empecé a remover el yogur con la granola, comencé a distinguir un cremoso –y sospechoso– color azulado del lácteo. Me preguntaba entonces si era una de esas trampas del marketing y en realidad había algún edulcorante, sirope o ultra procesado en su mezcla. Sin embargo, tenía un sabor bastante amargo, como suele tener el yogur griego sin edulcorar, y lo único llamativo era el color, pues el sabor era el de un verdadero yogur griego.

Mientras saboreaba mi plato miraba a mi alrededor y me pregunto a qué se dedicaría toda esta gente que está libre un lunes a mediodía en la ciudad de Atenas. ¿Cómo serían sus vidas? ¿Habría alguna universidad cerca y este era su punto de encuentro varias veces por semana entre clases? ¿Habría algún influencer cuyo trabajo es remoto y su tiempo era totalmente flexible? 

Veo a lo lejos a una pareja besarse en la calle, justo en la esquina de la terraza del restaurante. Parecía como si acabasen de haber tenido una cita. Él estaba sentado en una moto y ella se encontraba de pie. Ella le dio beso largo y con fuerza. Él parecía más bien ser el receptor de aquel ataque de pasión.

Acto seguido, ella se alejaba sonriente con el pelo suelto moviéndose a cada lado siguiendo el ritmo de sus pasos y él seguía ahí, sentado en su moto con el casco entre las manos observándola unos segundos más antes de protegerse la cabeza y salir disparado. ¿Iría a trabajar? ¿Estaba reflexionando acerca de la suerte que tenía de estar con aquella joven o estaba más bien meditando acerca de cómo saldría de esa relación tan desajustada en afecto?

Volví a poner mi atención en mi comida para darme cuenta de que quizá había pedido más de lo que necesitaba. Lo cierto es que los platos son generosos y con uno solo, si se elige bien, no hace falta pedir un segundo. El precio de mi generoso brunch fue de 23,45 euros.

Tanto la healthy omeltte como el yogur son porciones que si se piden como plato único no deberían dejar con hambre al consumidor (incluso después de un buen entrenamiento de fuerza).  

En la planta superior se encuentra una cocina abierta, justo en frente los baños, y más adelante una especie de balcón cerrado, el cual se encontraba lleno de jóvenes con sus portátiles trabajando solos o en pequeños grupos. ¿Quizá más estudiantes o influencers?

Tras una pequeña búsqueda en Internet, descubrí que la Universidad de Atenas se encontraba a tan solo unos kilómetros.

Abajo, junto a la barra, se observan vinos y champanes. Probablemente, por la tarde-noche, cuando el sol se posa y la gente sale del trabajo, el Roosters se convierte en el punto de encuentro para tomarse un Aperol Spritz si se llena de turistas, o algo más griego como el ouzo, un licor anisado que se toma con hielo y a menudo se mezcla con agua; un tsipouro, más fuerte que el anterior y que se suele acompañar de comida; una cerveza griega, como el Mythos o Alpha o un vino blanco o retsina, este último con un sabor resinoso muy tradicional.

Puedo imaginarme perfectamente este lugar ofreciendo buenos cócteles y algunos late night bites mientras la gente, con sus pieles tostadas por el sol mediterráneo, habla de buen humor y a voces tratando de que sus palabras superen el volumen de la música. O quizá es más bien un lugar de murmullo suave, con velas y ambiente cálido y sensual.  

Tendremos que volver para descubrir la otra cara de este encantador y amplio espacio llamado The Roosters.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

Por alumni

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