Noruega: toda una vida por delante

Todo viaje conlleva un cambio y toda historia transforma una vida.

SORAYA RAMÍREZ MORALES

Si echamos la vista atrás, unos catorce años aproximadamente, nada tiene que ver aquella joven inexperta con la que escribe ahora mismo estos renglones. Y es que, cada aventura marca de una manera u otra tus experiencias pero, ¿cómo de importante es el primer viaje como persona adulta e independiente? Para mí lo fue todo, y aunque suena a tópico es mi realidad. Embarqué en una aventura que cambiaría mi forma de pensar para siempre.

59°25′00′′N 10°34′00′′E Bjørnafjorden, las coordenadas de un pequeño rincón del mundo que me llenó el alma de emociones y consiguió despertar en mí la parte más inquieta y ambiciosa. Mi historia comienza incluso antes de mi expedición y es que no estuve sola en aquella andanza. A veces es difícil viajar en solitario pero mucho más acompañado de personas que hasta ese momento son prácticamente desconocidos para tí. Éramos un puñado de compañeros de clase ansiosos por sentir en nuestra piel todo lo aprendido durante años de estudio de turismo. Meses de planificación, empapándonos sobre su cultura y horas de estudio sobre mapas y guías turísticas. Poco a poco iréis conociendo a las seis increíbles personas que fueron de mi mano y que, a día de hoy, les puedo llamar amigos y casi familia y es que este viaje no fue elegido al azar.

Marzo es un mes inestable en cuánto a temperatura se refiere y eso hace que tengas que estar preparado para lo que pueda venir. Aún recuerdo claramente la ilusión que sentía mientras preparaba mi equipaje concienzudamente y no es casualidad que haya un dicho noruego que dice «no existe el mal tiempo sino ropa inadecuada » (Det finnes ikke dårlig vær, bare dårlige klær). En esa mochila, no solo llevaba abrigos gruesos, bufandas y calzado impermeable para las gélidas brisas del norte, además llevaba la ilusión y la emoción de una joven que veía abrir sus alas por primera vez.

Cierro los ojos y me viene a la mente aquel primer reencuentro entre el bullicio del aeropuerto, los nervios de las primeras veces y sintiendo los corazones latiendo a mil por hora deseosos por descubrir los secretos que este país escandinavo tenía preparado para nosotros. Cargados con nuestras pesadas mochilas y, no solo literalmente, dejábamos atrás nuestra zona de confort para dar comienzo a un capítulo que empezaríamos a escribir juntos con cada paso que dábamos hacia lo desconocido.

Desde mi ventana, a medida que el avión cortaba el cielo y nos acercábamos a Oslo, la capital noruega, notaba que me iba sumergiendo en un mundo completamente nuevo donde la naturaleza salvaje y la cultura vibrante se entrelazaban en un tapiz de asombro y descubrimiento para mí.

viajes a Noruega

En ese momento me sentí como en aquel famoso libro En el corazón de los fiordos de Christine Kabus donde lo describe perfectamente “Lisa no salía de su asombro. Esperaba una típica gran ciudad con extensiones de cemento y suburbios desbordados. En cambio, contemplaba montañas boscosas, lagos y zonas ajardinadas situadas alrededor del casco urbano, al alcance de la vista, en la orilla del fiordo y que se extendían hacia el interior”.

Al poner los pies en tierras del norte, ninguno lo decía pero en nuestras mentes rondaba y nuestros ojos nos delataban que compartíamos la esperanza de que este viaje nos brindara una oportunidad única para crecer, aprender y crear recuerdos que nos acompañarían toda la vida. Con los petates al hombro y sintiendo como nuestras mejillas se tornaban rojas y adormecidas, por la mente solo se nos pasaba tener el primer contacto con la cultura noruega.

Nos dirigimos a una pequeña cafetería, donde los clientes son recibidos en unos cómodos sofás y una decoración sencilla pero elegante que te invita a disfrutar de una tranquila tertulia entre amigos. Sentí como el calor penetraba en mis huesos y dejaba atrás los menos dos grados de la mañana nórdica. El tentador aroma a café flotaba en el aire y se mezclaba con el olor dulce a pasteles recién horneados. Al fondo de la sala, en un rincón acogedor y como si el mundo no fuera con ella, se encontraba una mujer con un libro y una taza de café humeante.

La luz suave de una lámpara de mesa iluminaba su rostro mientras sus manos se deslizaban suavemente por las páginas de un libro entreabierto. La vista no me llegaba para saber el título del libro y tampoco hubiera entendido que decía, pero si pude apreciar su leve sonrisa mientras se sumergía en lo que parecía una interesante lectura. Cerca de la barra, en una pequeña mesa de dos, me atrevo a decir que se encontraba una tímida pareja intercambiando miradas cómplices y compartiendo una especie de bollo de canela que más tarde supe que se llamaba skillingboller. Fuimos atendidos muy amablemente por una joven rubia que enseguida detectó que no entendíamos su idioma y nos habló con un inglés tan exquisito que parecía su lengua materna. Su tono de voz era tan suave y melódico que solo transmitía calma y tranquilidad. Nos explicó pacientemente algunos de los ingredientes de esos dulces típicos y nos preparó uno de los mejores cafés que mi memoria recuerda. Un dulce no hace mal a nadie por lo que decidimos compartir y coger uno de cada para empezar a conocer un poco más de su gastronomía. Quizá no era el mejor café del mundo y el crujiente dulce hecho de harina, mantequilla y huevo que estaba saboreando tampoco pero en aquel momento sentí la importancia de los pequeños placeres. El desayuno que iba a ser una parada técnica donde planear nuestro siguiente punto, se convirtió en una hora de deleite para nuestros sentidos.

Pero era necesario continuar, ya que el propósito de este viaje no era quedarnos en la capital. Nos dirigimos a la Estación Central de Oslo, quizás una de las estaciones de tren más concurridas de Noruega pero que, a su vez, presumía de tener un ambiente sereno y relajado, como si nadie en aquel lugar hubiera tenido una triste despedida o hubiera perdido su último tren. Nos embarcamos en uno de los trenes más altos de Europa del cuál habíamos leído maravillas. Nuestro próximo destino sería Bergen y de lo que no éramos conscientes aún era que a lo largo de las siguientes siete horas íbamos a vivir un recorrido que nos dejaría sin palabras.

Elegimos asiento, me pedí ventanilla pero llegué a un acuerdo con mi amigo Adrián, a la mitad del viaje haríamos un cambio, era lo justo. Él es un pelirrojo de tez blanca adornada con unas pecas peculiares que más que de Vallecas pensarías que viene de algún país del norte de Europa. Tenía sueños, al igual que todos nosotros pero lo que no sabía aún en ese momento, es que este viaje le llegaría tan profundo que años después se iría a vivir las mayores aventuras de su vida al norte de Noruega.

Me acomodé en mi asiento y a los pocos minutos partió el tren con un suave murmullo, rodando por los suburbios de la ciudad. A medida que nos alejábamos dela civilización, los edificios urbanos daban paso a los exuberantes bosques de abetos y los campos cubiertos de nieve creando así una postal invernal que parecía sacada de un cuento de hadas. Conforme avanzaba el viaje, la panorámica iba cambiando. Nunca imaginé vivir tantas sensaciones a través de una ventana. Pasamos por ríos donde el agua era tan clara que se apreciaban las piedras y las algas en el fondo. Senderos mojados que se podían oler desde aquí aunque solo fuera en mi mente y que llevaban hacia pequeñas casas de madera pintadas en tonos suaves y cálidos mezclándose armoniosamente con el paisaje.

viajes a Noruega

A medida que pasábamos por estas casas, me imaginaba cómo serían las vidas de las personas que las habitaban ya que no las veía como simples moradas, sino como testigos silenciosos de la vida en el campo y la belleza de la naturaleza. Cuando el sol fue cayendo entre las cumbres nevadas me percaté que había perdido la noción del tiempo, ¿Cuánto llevaba embobada frente al cristal? Con los rayos del sol deslumbrándome, decidí descansar la mirada y algo captó mi atención. Hasta ese momento no me había dado cuenta pero la mayoría de los pasajeros de ese tren, estaban descalzos. Puede parecer una tontería, o quizá no, pero para mí fue impactante ver que personas tan respetuosas y reservadas hicieran algo así. Una vez más aprendí que no se debe prejuzgar y me adapté al refrán: «Dónde fueres, haz lo que vieres». En ese momento, recordé que antes de salir guardé una pequeña libreta en una riñonera que me había dado mi madre para las cosas imprescindibles del viaje. Gracias a una profesora que me aconsejó llevar siempre un papel y un boli para captar lo que una cámara no podía, estoy aquí recordando pequeños detalles de hace más de una década. Aproveché el silencio del vagón y la luz tenue para escribir algunas líneas detallando cómo de apasionante estaba siendo mi viaje.

La oscuridad se iba echando encima y el sueño se apoderaba de mí. La noche no fue fácil, a pesar de los cómodos y amplios asientos y la manta de cortesía que nos dieron, puedo decir que la relación de amistad con mi amigo Adrián se estrechó mucho a más a raíz del Kamasutra del sueño que hicimos aquella noche. Aún no había amanecido cuando notamos un leve frenazo que nos hacía saber que nuestro tren había llegado a su destino, Bergen. Entre bostezos, todos los pasajeros se iban preparando para bajar en la estación. Con un susurro mecánico, las puertas del tren se abrieron lentamente y aunque fue una pena no poder apreciar con luz esta escena, se podía palpar un halo de misterio y expectación en el ambiente. Sin haberlo planeado, un taxi de siete plazas nos esperaba en la entrada para alejarnos a casi treinta kilómetros de este punto. Como en un abrir y cerrar de ojos, los tonos oscuros de la noche se diluían lentamente dejando paso a un pálido resplandor. Tuve tiempo para leer alguno de los carteles ininteligibles que nos encontrábamos por el camino y el último de ellos decía Osøyro, región de Bjørnafjorden.

Mientras descargábamos nuestras pertenencias, en la puerta de la casa, se encontraba una mujer esbelta, elegante y con un pelo canoso que fluía suavemente alrededor de su rostro. Un rostro que, a pesar de estar marcado por el paso del tiempo, irradiaba esa fuerza y tranquilidad que solo un entorno con esa belleza y serenidad te pueden dar. Tamara salió corriendo hacia ella y se fundieron en un largo y tierno abrazo.

– Å kjære! Jeg gledet meg så til å se deg!- exclamó la mujer

– Og jeg elsker deg, bestemor, du ser flott ut!- contestó Tamara –

-Kom inn og introduser meg for vennene dine- dijo de nuevo la mujer.

En ese mismo instante, a pesar de no entender ese jeroglífico de palabras intuí con sus miradas lo que se podían decir y me enterneció. Estaba siendo testigo de una de las escenas más conmovedoras que pude presenciar en mi viaje a Noruega. El reencuentro entre una abuela y su nieta que hacía casi dos años que no se veían. Sí, este viaje escondía un secreto y es que no estaríamos solos en esta gran aventura.

Se podría decir que Tamara es la gran protagonista de esta historia y es que su familia nos había invitado a compartir su espacio personal, conociendo de primera mano su cultura, tradiciones y sus lugares favoritos. Ella es una de las personas más dulces e inocentes que me he cruzado a lo largo de mi vida. De madre inglesa y de padre noruego hacen de ella una mezcla fascinante de características y rasgos culturales. Su fina y delicada piel, su mirada azul penetrante y, sobre todo, su disciplina y elegancia denotan que lleva consigo la huella de ambas culturas.

Lo primero que hicimos al entrar en la casa fue descalzarnos y esta vez ya no me pilló por sorpresa, llevaba la lección aprendida. La calidez del hogar se filtraba a través de mis calcetines. A cada paso que daba sentía que la tensión y fatiga en mis músculos, acumulada a causa del largo viaje, se iban disipando. Mientras la abuela preparaba la mesa para ofrecernos un almuerzo me sentí atraída por un gran ventanal de madera y un pequeño poyete rodeado de pequeñas macetas con flores de vivos colores. En esta parte, al sur del país, ya no encontrábamos una estampa blanca más bien era un paisaje con un verde intenso que contrastaba con el azul del cielo. La explanada que tenía ante mis ojos, rodeada por un fino alambre, me hacía pensar que todas esas tierras a espaldas de la casa pertenecían a la familia de mi amiga.

Cerca de una pequeña puerta de madera se encontraban dos caballos noruegos. Y digo noruegos, porque la fauna en este lugar es digna de admiración y solo la encontraremos aquí. Son conocidos como el Fjord, el caballo fiordo noruego. Los dos eran prácticamente iguales, de color bayo, un blanco amarillento y con una crin bicolor en forma de cresta. No me extraña que a pesar de sus cortas patas sean de las razas más duras y valientes de toda Europa, no todos están hechos para aguantar los duros inviernos de estos lares.

viajes a Noruega

Me encontraba tan inmersa en el paisaje, que ni me había fijado en que María me estaba haciendo una foto con su cámara. Me enseñó desde la pequeña pantalla como había quedado y, salvando las distancias, me vino a la mente el famoso cuadro de Dalí “Muchacha en la ventana”. María es una loca de la fotografía y aunque es una chica con un carácter bastante peculiar aprendí mucho de ella en aquella experiencia. Madura y segura de sí misma sabía cuáles eran sus metas en la vida y no se distraía por el camino. No tengo pruebas, pero tampoco dudas, que mi pasión por querer captar cada pequeño detalle llegó gracias a ella.

Al acercarme al resto de mis compañeros vi que la mesa se había convertido en un bodegón vivo. Sobre un mantel de encaje blanco había un despliegue de alimentos que parecían cobrar vida propia. Frutas frescas, mermeladas caseras variadas, embutidos, gofres y todo tipo de quesos. Hubo uno que me llamó la atención por su color dorado y su dulce sabor. Me comentaron que era uno de los más exclusivos de Noruega y que se elabora a partir de un caramelizado suero de leche al que se agrega crema. No me extrañó que fuera tan famoso este Brunost, a mí me conquistó en el primer bocado.

El resto del día lo pasamos entorno a la mesa compartiendo anécdotas e intentando comunicarnos con la familia de Tamara, cosa que en algunos casos, se nos hizo imposible. Entre risas y palabras emotivas decidimos dedicar de lleno esa jornada a farmor, la ya abuela de todos nosotros que consiguió adueñarse de nuestro corazón desde el primer momento.

Pero antes de que cayera el sol, ahora sí, nos dirigíamos al lugar donde finalmente dormiríamos el resto de nuestra estancia. Y no lo hacíamos de cualquier manera, a la orilla del fiordo del oso, Bjørnafjord nos esperaba con una pequeña barca motora el tío Vidar. Vidar es de esas personas que solo te las imaginas en las películas, de verdad, no exagero. Imaginaos por un momento un hombre alto y apuesto que transmite fortaleza y determinación. Su porte erguido y seguro hicieron que uno a uno agarrados fuertemente de su mano, fuéramos cogiendo asiento. El sol de la tarde pintaba destellos dorados mientras que la pequeña embarcación creaba ondas que se extendían en círculos concéntricos a su paso. Nos manteníamos en silencio, no sabría decir si por el aire fresco y puro del fiordo o por la inmensidad del entorno que se desplegaba ante nosotros.

A nuestra llegada, las primas y tía de Tamara, nos esperaban con los brazos abiertos. Sus sonrisas sinceras nos hicieron sentir bienvenidos de inmediato. Su casa estaba dividida en dos partes. La parte inferior era su estancia y su hogar habitual mientras que la parte superior sería completamente nuestra el resto de días. En mi mente, no cabía la posibilidad de estar viviendo esta experiencia tan genuina y auténtica.

Desde el exterior, era una casa noruega en una pintoresca orilla de un fiordo, con tejado a dos aguas, de tejas oscuras que contrastaban con la madera clara de las paredes. En su interior, destacaba una cocina de estilo rústico pero moderno y con un ventanal inmenso, una delicia para cualquier diseñador de interiores. A medida que íbamos recorriendo los pasillos de la casa, sentía que nuestros anfitriones mostraban cada rincón con orgullo, compartiendo historias y recuerdos. Para mí, la parte más notable de la vivienda era un ventanal redondo que se asomaba al fiordo. No solo fue un pensamiento, sino que lo expresé en voz alta, me sentía como Heidi en los Alpes Suizos.

viajes a Noruega

El cuerpo no daba para más, el día había sido demasiado intenso para todos por lo que prácticamente sin probar bocado, nos dirigimos a nuestros dormitorios. Aun teniendo el gusanillo de saber que pasaría al día siguiente, mi cuerpo cayó rendido del sueño en el momento que me acurruqué entre las sábanas. Aquí los días empezaban pronto, aproximadamente a las siete de la mañana así que a las ocho ya estábamos ansiosos y preparados con nuestros macutos. En la puerta, se encontraba Idun, la prima pequeña de Tamara y digo pequeña por su edad, ya que con doce años nos superaba a todas nosotras en altura y físico. Ella se conocía mejor que nadie la zona de Vinnes y nos preparó una ruta por el monte. Aunque nos comentó que su dificultad era moderada, para algunos de nosotros nos pareció más compleja que El Camino de los Apalaches. Desde la base de la montaña, se podía apreciar su grandiosidad y algunos fueron los que murmuraban que no serían capaces de llegar hasta el final. Según íbamos adentrándonos por los senderos Muy cerca de la cima, nos topamos con una endeble escalera de madera que nos indicaba que era la única manera de seguir. El problema no era tanto su altura sino su inclinación y esto hacía que tuvieras que mantener más el equilibrio y no correr el riesgo de caer de espaldas.

Fuimos subiendo uno a uno intentando no resbalar por los peldaños mojados del rocío de la mañana. Cuando llegó el turno de mi amiga Carol se quedó paralizada. Tan solo la oíamos exclamar ¡No puedo! ¡Tengo un vértigo tremendo! Nos miramos entre nosotros incrédulos ya que estábamos rozando el final. El intento de ayudarla a subir y convencer que la recompensa merecería la pena fue en vano. Decidió esperarnos en ese punto y nos animó a continuar hasta nuestro objetivo. Así fue, lo hicimos, pero no sin la promesa que volveríamos lo más rápido posible a por ella. Carol siempre ha sido una chica valiente, luchadora y capaz de superar sus miedos. Aquel día nada hacía presagiar que, a día de hoy, esa joven estaría surcando los cielos del mundo como azafata de vuelo. Una vez alcanzada la cima, tomé tal bocanada de aire que mis pulmones se llenaron de felicidad. Sentí una sensación de logro incomparable que culminaba en aquellas asombrosas vistas. Pudimos disfrutar de una panorámica de 360 grados que abarcaba desde los picos nevados hasta los densos valles verdes.

Algunos tomaban fotos, otros sacaban los merecidos snacks que escondíamos en nuestras mochilas y otros simplemente disfrutaban de la danza sin fin de libertad y gracia de unos pocos pajaritos. Al descender, con el cuerpo mucho más relajado, nos percatamos que nuestros jadeos en el ascenso no nos habían permitido escuchar durante todo la ruta las llamadas melodiosas de las aves. Ahora sí, nos deleitábamos con su banda sonora natural. El debido descansó llegó al regresar a la que era nuestra humilde morada, aunque fue solo por unos días. Pasamos a saludar a la familia de Tamara y al entrar nos sorprendió el maullido de un gato con dimensiones que no había visto jamás hasta ese momento. Son conocidos como Skogkatt o gato del bosque noruego, de apariencia robusta y un pelaje lujoso y esponjoso. Me atreví a acariciar a Kakashi, así es cómo se llamaba, a pesar de ser consciente de mi gran alergia a los felinos. Sus ojos almendrados color ámbar me atraparon desde el primer momento. El resto del día, ya os podéis imaginar cómo lo pasé, entre estornudos, picazón en la nariz y ojos ensangrentados pero todo merece la pena para una amante de los animales cómo yo. La tarde no fue mucho más tranquila, pues sin duda, ese era el día de las actividades al aire libre.

El tío Vidar había conseguido bicicletas para todos y la tarde prometía ser entretenida. Hasta ese momento del viaje, habíamos usado prácticamente todos los medios de transportes posibles. Recorrer los alrededores pedaleando nos hizo sentirnos completamente inmersos en el encanto natural que nos rodeaba. Pude ver la cara de emoción de mi amiga Sara, ella no lo decía pero sus ojos mostraban la ilusión de una niña pequeña. Aunque Sara y yo nos conocemos desde la infancia y prácticamente hemos ido de la mano en todas las etapas de nuestra vida, es de esas personas que cuesta definir. Dirías que es una persona de aspecto calmado y sereno pero lo que pocos saben es que en su cabeza pasan miles de ideas por segundo. Su mezcla de humor y dramatismo hacen que sea una de las mejores compañeras de vida.

Aún quedaban un par de kilómetros para regresar, cuando noté que mi anorak granate se tornaba blanco. En pocos minutos, lo que parecía una ligera nevada se convirtió en una fuerte tormenta de nieve. Nos apresuramos a esperar escondidos en un pequeño refugio muy cerca de la carretera hasta que llegase la calma. Pegados los unos a los otros intentando protegernos del frío, podría asegurar, sin duda, que fue uno de los momentos más épicos de esta aventura.

A primera hora de la mañana, y esta vez, como si de otro lugar estuviera hablando, salió un sol radiante. El día presumía de ser intenso y mientras algunos terminaban de desayunar, otros decidimos acercarnos a un pequeño muelle de madera cerca de la casita. El grato sonido de las olas rompiendo contra el muelle creaba una escena idílica digna de una película de sábado por la tarde. Unos amigos imaginándose en una tarde de verano saltando desde el embarcadero y compartiendo sus historias. Obviamente, tan solo estaba en nuestras mentes ya que al tocar con la mano las heladas aguas de marzo y quedarse petrificada nos despertamos de este bonito sueño de golpe. Esa misma mañana, tras coger un ferry, llegamos a la vistosa ciudad de Bergen. En esta parte de la ciudad, el cielo estaba adornado con unas nubes bajas que le daban un toque de misterio al paisaje. Su arquitectura medieval y su tradición marítima hicieron que nos perdiéramos entre sus callejones adoquinados que serpenteaban a través del centro histórico hasta llegar a sus famosas y coloridas casas de madera.

También tuvimos unas impresionantes vistas desde lo alto del monte Fløyen pero si algo nos marcó en esta visita fue su mercado más conocido como Fisketorget. Uno de los puntos más vibrantes y emblemáticos de la ciudad donde se encuentran los sabores más frescos del mar y su cultura local. Desde primera hora de la mañana, el ambiente en el mercado era animado y bullicioso, sus vendedores locales ofrecían entusiastas muestras de sus productos y compartían sus experiencias. En uno de los puestos nos encontramos un cartel que decía “El hombre y el salmón, cuánto más salvaje más sabrosón” después de unas carcajadas, tuvimos la oportunidad de hablar con un muchacho que rozaría la mayoría de edad. Nos contó la historia de su familia y su larga tradición como comerciantes pero, ¡qué bonito fue el momento en el que pude pararme por unos minutos en medio del caos y asimilar lo que estaban viviendo mis sentidos! Flores de unos colores tan intensos que parecían pintadas a mano por un artista talentoso, esa mezcla de olores a salmón y frutas tan frescas que aún se percibía el rocío cayendo por ellas y que al probarlas no hacían más que afirmarme lo que ya intuía. El sonido de las gaviotas revoloteando sobre el puerto se entrelazaba con las joviales conversaciones. La textura de unos libros de segunda mano que con solo pasar una página podías imaginar cuántos dueños habían tenido.

viajes a Noruega

Nuestra jornada no acababa aquí y tuvimos una excursión, que aparentemente puede ser muy comercial ya que es uno de los tours más populares y completos de la zona pero nada más lejos de la realidad. Norway in a nutshell nos hizo vivir tal experiencia que colapsamos con tanta belleza. Autobús, tren y barco fueron los medios de transporte necesarios en esta travesía. Y no es de extrañar que la UNESCO decidiera proteger algunas zonas de ese recorrido. Rodeada de esas imponentes montañas me sentí tan diminuta e insignificante que me hice replantear algunos aspectos de mi vida que eran necesarios cambiar. Disfrutando de mi momento más zen y visualizándome como Rose en el Titanic pero sin mi Di Caprio escuché unas risas y cantos en la popa. Aquí llegaba el momento más surrealista del día. Mis amigos estaban rodeados de un grupo asiático que hacían el amago de cantar y bailar la ‘Macarena’, habían caído en el tópico. No pude hacer otra cosa que unirme a la fiesta y dejarme poseer por el ritmo de los de El Río.

Por si nos sabía a poco el día, el tío Vidar se guardaba una sorpresa al anochecer. Sin pronunciar una sola palabra, nos hizo subir a su furgoneta. Tan solo me dio tiempo a apreciar sus neumáticos robustos y unas barras de techo que deduje eran para transportar las canoas de su negocio. No nos alejamos demasiado o quizá sí, en este lugar tenía la capacidad de perder la noción del tiempo. La furgoneta se frenó paulatinamente, se apagaron las luces y Vidar nos hizo un gesto con el dedo de guardar silencio. Teníamos una mezcla de intriga y miedo por no saber lo que sucedía. A los pocos segundos, se apreciaban unas siluetas y pude ver el brillo de unos ojos mientras se acercaban curiosos y vigilantes. Al encender las luces, saboree una de las escenas más mágicas que recuerdo. Frente a nosotros, un rebaño de renos paralizado y cegado por los focos, se quedaba incrédulo al advertir que su escondite había sido descubierto. Durante unos minutos, nos limitamos a observarles en un silencio que solo se rompía por el crujir de sus pisadas. Mis ojos rebosantes de lágrimas y mi garganta con un nudo de emoción, es lo último que recuerdo de aquel día.

Poco a poco el final se iba acercando y en el ambiente se notaba un halo de tristeza. El último día fue dedicado a agradecerle toda su hospitalidad a la familia Ovredal. Llegamos a un acuerdo con ellos en el que haríamos una última comida de des- pedida compartiendo productos de ambas culturas. Por nuestra parte, desde España trajimos un buen alijo de embutidos, queso y aceite. Pero lo último que nos esperábamos encontrar en esa mesa era un delicioso guisado de reno. Fue chocante, pues hacia pocas horas que los habíamos disfrutando en libertad pero entendíamos y respetábamos sus costumbres. El olor a pan noruego recién hecho y ese ambiente distendido puso la guinda final a nuestro pastel. Casi ha finalizado este viaje y aún no he hablado de Diana. Ella era la más atrevida de todos nosotros y la que, sin duda, no tenía reparo en probar cosas nuevas. Su mente abierta hizo que fuera la pionera en volar del nido al terminar sus estudios. Fue quien sugirió la idea de pasar nuestra última etapa del viaje en un youth hostel en Oslo. A día de hoy, está muy extendido pero, volviendo la vista atrás hace casi quince años, esa propuesta parecía la mayor de las locuras en este grupo. No nos vino mal, he de decir, éramos unos jóvenes estudiantes que volvían con las mochilas cargadas de experiencias y el bolsillo vacío de dinero. Noruega es increíble, pero su nivel de vida es estratosférico. Nos dimos cuenta de una realidad palpable. La diferencia económica entre el norte y el sur existía.

El viaje de regreso fue más duro emocionalmente de lo que nos podíamos imaginar. Mientras esperábamos nuestro vuelo de vuelta, con los ojos vidriosos, repasamos algunas de las fotos y vídeos reviviendo así cada momento especial y sonriendo por los recuerdos que nos llevábamos para siempre. Este viaje, consiguió fortalecernos tanto que no imagino una vida sin ellos. Reforzó nuestra amistad, aprendimos a trabajar en equipo y, sobre todo, a celebrar los triunfos de los demás como nuestros. Ellos, ya forman parte de las postales de mi vida.

Noruega fue mucho más que unas vacaciones para mí. Siento que fue un viaje de autodescubrimiento y de crecimiento personal. Me hizo darme cuenta de las ganas que tenía de comerme el mundo y que estaba ansiosa de conocer más de otras culturas. Los ratitos a solas conmigo misma me enseñaron la importancia de aprovechar cada momento y no dar por sentado el tiempo que tenemos. Desde aquel momento vivo el hoy.

Al llegar a casa y contar ilusionada todas mis anécdotas le hice esta misma reflexión a mi abuela y con una voz entrecortada me respondió: Esto ha sido solo el comienzo, ojalá y el mundo se te quede pequeño. Y aquí estoy, años después, cumpliendo mi sueño de escribir un relato siendo periodista de viajes y abriéndome en canal al mundo entero.

Deja un comentario