Por Lidia Baluja
Algunas veces pienso en lo extraño que resulta el balance entre la rutina y la aventura. Nuestras vidas, al menos las de la gran mayoría de nosotros, se componen de una serie de acciones que realizamos en repetición y que tras un tiempo, nos hacen sentir atrapados en un círculo sin salida. Falta de descanso, un calendario repleto de responsabilidades y un gran deseo por la libertad, calma, el aire y espacio para respirar.
Esa era yo, cuando decidí que necesitaba irme lo más lejos posible para conseguir una nueva perspectiva. Una forma distinta de ver la realidad. La idea de desaparecer unas semanas me atraía y aterraba a partes iguales, como si una parte de mi supiese que me hacía falta una terapia de choque para poder verlo todo con otros ojos.
La idea del viaje a Tailandia surgió como una promesa de libertad. Mercados nocturnos, templos dorados, masajes, frutas desconocidas. Estar tan lejos de todo lo que me definía hasta el momento sonaba casi a experiencia espiritual, sin embargo algo de esa promesa me generaba inquietud.
¿Qué pasaría si no consigo descansar como necesito?, ¿Y si este viaje solo me retrasa en todas mis tareas?. Pensaba en mi casa, en mis listas interminables de tareas, y en las notificaciones que seguirían llegando a pesar de la diferencia horaria. Aun así, había algo liberador a la par que aterrador en la posibilidad de no poder controlarlo todo, de no saber qué va a pasar después. Así que, sin certezas, compré los billetes y partí.
Ya en el avión, me senté al lado de una mujer tailandesa de sonrisa serena. Durante el vuelo charlamos sobre cultura tailandesa, y me habló de los templos de Bangkok. Me dijo algo como: “No hay que entenderlos, solo estar”. No lo sabía entonces, pero esa frase acabaría dando sentido a todo el viaje.
Bangkok me recibió como una tormenta. De inmediato sentí el calor, la humedad y el bullicio, y la ciudad empezó a envolverme con su energía. Allí conviven edificios altos de vidrio y templos relucientes, coches lujosos y puestos callejeros. El ruido de los motores se mezcla con el canto de los pájaros y los gritos de los vendedores.
Las reglas de respeto, espacio y presencia son distintas; aquí se espera atención y humildad. Cuando el personal del hotel se quitó los zapatos antes de entrar a mi habitación para ayudarme con la maleta, sonreí al reconocer la primera diferencia cultural de mi viaje. Ese simple gesto mostró una forma de vivir que no busca imponer el espacio, sino cuidarlo y habitarlo con delicadeza.
Los primeros días se sintieron como una prueba de aguante; las caminatas parecían no terminar. A veces la ciudad olía a basura y gasolina, otras veces a un arroz frito picante que supera cualquier expectativa. Algunos puestos estaban limpios y ordenados, otros tan desordenados que prefieres pasar rápidamente.
En Bangkok nada se oculta: lo bonito y lo crudo aparecen juntos. El contraste entre lo sagrado y lo cotidiano está presente en cada esquina; un templo blanco y dorado puede estar justo al lado de un edificio abandonado, y nadie lo ve como algo extraño, aunque a mí siempre me sorprende. Una tarde, después de visitar el Wat Arun, me refugié de la lluvia de septiembre en una cafetería diminuta. El dueño, un hombre mayor, me sirvió agua fresca con limón sin que lo pidiera. Sonrió sin decir nada, como si comprendiera algo que yo todavía no entiendo.
Poco a poco comencé a observar más despacio, sin juzgar, y encontré calma en los pequeños detalles. Empecé a darme cuenta de lo acelerado que era mi ritmo de vida habitual; los monjes caminando descalzos junto al templo al amanecer, las ofrendas de alimentos que veía en cada esquina, el ritmo invisible que lo sostenía todo y se percibía en el aire.
Frente al Gran Buda, rodeada de incienso y turistas, entendí que la espiritualidad aquí no se separa del caos: lo abraza. Y en esa combinación, descubrí algo que me resultó inesperadamente familiar: el deseo de equilibrio, de aceptación, de calma en medio del ruido.
El viaje hacia Phi Phi lo sentí como un punto de inflexión. Llegué allí en un barco pequeño, por un mar casi cristalino y bajo un cielo lleno de nubes que parecían moverse con nosotros. Al llegar, el paisaje hizo que me quedase sin aliento por primera vez: montañas emergiendo del agua y una luz que lo envolvía todo, aún bajo un cielo encapotado.
Por fin sentí esa libertad que había estado buscando desde el principio: no la del descanso, sino la de no tener que entenderlo todo. Por un momento, tuve la sensación de estar en el centro de algo inmenso y a la vez de estar alejada de todo, de formar parte de un orden natural que no necesitaba explicación.
Allí me dejé llevar. Los días pasaron entre paseos, comidas bajo una palmera y masajes que borraban cada pensamiento. El olor a naturaleza, el sonido de las olas de fondo, las manos firmes de las masajistas: todo sumaba a una sensación de desconexión que no había sentido jamás. Mis días no tenían estructura, solo presencia en cada instante. Cada amanecer en Ko Phi Phi, me devolvía al cuerpo y me vaciaba la mente.
En la recta final de mi periplo, Phuket me abrazó con un latido que ya no era el que había sentido al principio. En su bullicioso mercado nocturno del domingo, entre columnas de humo, carcajadas que se escapan, montones de fruta tropical y filetes que chisporrotean sobre la brasa, una energía familiar se deslizó sobre mí.
No fue la arquitectura ni los colores los que evocaron a Nueva Orleans, sino ese alboroto alegre, ese caos con corazón que sugiere que, de alguna manera, el entorno cuida a los que lo recorren. Mientras me internaba entre los puestos, el aire se cargaba de cilantro recién picado, la sal del mar y el ahumado penetrante del carbón encendido. Por primera vez, me adentré en la vida tailandesa, dejando atrás el papel de mera observadora.
El final se dio en Kamala Beach, esa playa serena y casi desierta. Allí, entre el rumor constante del mar y la quietud de los días que se deslizan sin prisa, alcancé la comprensión del sentido de mi viaje. Rememoré la frase de la mujer que conocí en el avión: “No hay que entender, solo estar”, y entendí que esa lección se reflejaba en todo lo que había presenciado: templos al lado de rascacielos, lujo coexistiendo con la pobreza, belleza surgida del caos.
Al volver me sentí distinta. Volví distinta, aunque mi vida siguiera igual. Mi cura fue la libertad interior: aceptar que el mundo no siempre se ordena, y que tal vez haya que ordenarlo. Que la paz puede existir incluso en el caos. Desde entonces, cada vez que el ritmo de mi rutina me deja sin aliento, recuerdo que no hay que entenderlo todo, solo estar.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.