Por Mauro Calvagna
En mi primer verano como corresponsal en el EL SOL DE AGÓ en Punta Ballena, los pulmones, el viento que canta en cada exterior, cuando me asignaron cubrir la curva de cemento. Allí, el tiempo parece temporada en Punta del Este, no imaginaba que un viaje de trabajo se convertiría en un hito emocional en mi vida. Llevaba conmigo una mochila cargada de ilusiones, cámaras y un corazón en proceso de duelo.
Mi relación de pareja de años había terminado días antes y el viaje era también una huida, un suspiro profundo antes del renacer. Fue allí, sobre el lomo de la ballena, donde todo cambió: Punta Ballena me estaba esperando con un mensaje, y en el centro de esa revelación, estaba ella: Agó Páez Vilaró.

CASAPUEBLO: EL CORAZÓN DE LA BALLENA
La historia comenzó con una visita protocolar a Casapueblo, aquella escultura viviente moldeada por la intuición de su padre, Carlos Páez Vilaró. Un lugar que parece brotar de la piedra, blanco como espuma de mar, con balcones que se abrazan al océano.
“Casapueblo no fue hecha con planos sino con amor”, decía el artista. Y es cierto: el lugar no se recorre, se siente. Las paredes rugosas, la fragancia a salitre que se mete en responder a un ritmo distinto: el del alma.
Casapueblo es, en sí misma, una obra de arte habitable. Su arquitectura recuerda al Mediterráneo, pero tiene identidad rioplatense. Es un canto al arte libre, a lo intuitivo, al espíritu del mar. Las habitaciones están construidas en distintos niveles, con techos desparejos y ventanas redondeadas que se abren como ojos al horizonte.
Cada rincón tiene una historia, una pincelada del alma de Carlos. Allí vivió, pintó, escribió y soñó. La galería de arte vibra con los colores vivos de sus obras, y la terraza, donde cada tarde se despide al sol, se convierte en un anfiteatro natural donde el cielo y el océano se abrazan. Recuerdo que me acerqué justo cuando se escuchaba el mítico “Saludo al Sol”.
La voz de Carlos recitaba su poema como si aún habitara los corredores:

“Sol, te saludo y te dejo partir como quien despide un amigo…”
Era más que una ceremonia turística. Era un acto de humildad. De entrega. Me detuve, cerré los ojos, y supe que había llegado al final de algo. Y al principio de mucho más.
EL ENCUENTRO CON AGÓ
Entre la gente que aplaudía al sol, alguien me tocó el brazo. “¿Es tu primera vez en la ballena?”, me preguntó una mujer de mirada profunda, túnica de colores, sonrisa descalza. Era Agó.
“Sí… Y siento que vine a despedirme de algo. O de alguien”, le respondí sin pensar.
Ella asintió y me dijo con su tono dulce, rioplatense, casi musical: “Capaz que viniste a encontrarte, che. Este lugar tiene eso. Te abre el pecho como si fuera unaventana.”
Con Agó, todo fue conexión inmediata. Me invitó a conocer su espacio: El Octógono de Agó. Un templo de arte, espiritualidad y mandalas, donde cada persona encuentra su centro a través del color y la forma. Me costaba creer que alguien tan luminosa existiera.
Agó camina como si flotara, con los pies tocando tierra y la cabeza siempre un poco en las nubes. Su pelo claro caía en ondas sobre sus hombros, y sus manos eran como pinceles vivos que transmitían calma.
“Acá nadie viene a aprender a pintar mandalas”, me explicó, “vienen a volver a casa. A esa casita que todos tenemos adentro y a veces está hecha pedazos.”
Pasamos tardes enteras hablando de poesía, de arte, de la historia que atravesó a su familia. Me contó del accidente de Los Andes, del milagro de su hermano Carlitos, uno de los sobrevivientes.
La historia la conocía de libros, películas y noticias, pero oírla desde su voz fue diferente. Más que un relato de tragedia, era una oda a la esperanza.
«Carlitos siempre dice que todos tenemos que atravesar nuestra propia cordillera. Que no es literal, ¿viste? Son los miedos. Las culpas. Las cosas que nos frenan.”
Esa frase me dejó sin aire. Yo estaba intentando cruzar mi propia montaña emocional. Y Agó, con su sabiduría sin esfuerzo, me extendía una mano.
Una tarde, en El Octógono, me ofreció pintar mi primer mandala. Dudé.
“No sé dibujar. Apenas puedo con mis pensamientos.”
“Entonces estás en el lugar justo. Dibujar no es el objetivo. Es como el mate: lo importante es compartirlo con vos mismo.”
Y así fue. Pincelada tras pincelada, fui vaciando el nudo del pecho. El olor de las témperas me anclaba al presente, el canto de los pájaros se colaba por los ventanales y el sonido del mar era un latido constante. Había algo curativo en ese acto. Algo que no pasaba por la técnica, sino por el permiso.

UN RENACER JUNTO AL MAR
Casapueblo y Agó me enseñaron que vivir es un acto poético. Que no hay que entender todo. A veces, sólo hay que mirar el horizonte y decir “gracias”.
En su libro Entre mi hijo y yo, la luna, Carlos escribe:
“La luna ha sido mi confidente. Cuando no estaba Carlitos, yo le hablaba a ella. Y ella, sin decir palabra, me devolvía el consuelo del silencio.”
Yo también encontré consuelo en esos silencios. En el viento que empuja las olas. En los atardeceres de fuego sobre el mar. En los abrazos de una nueva amiga que me habló en el idioma del alma.
Volví muchas veces a Punta Ballena. Pero esa primera vez fue mi renacer. Dejé atrás un amor que ya no me hacía crecer, para dar lugar a una versión más libre y agradecida de mí mismo. Con Agó seguimos siendo amigos, cómplices, colegas en la creación.
A veces, las ballenas no sólo nadan en el mar. Algunas, como Punta Ballena, esperan inmóviles a que uno se trepe a su lomo… y se transforme.
Y como diría Agó, antes de comenzar cualquier creación:
Respirá. Sentí. Y abrí el corazón.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.