Por Constanza Segrelles Munárriz

El aire en Son Kol huele a polvo y a distancia. Después de dos días a caballo, la piel arde bajo el sol y el cuerpo late con el ritmo del animal. El lago aparece como un espejo verdoso, quieto y frío. A su alrededor, los caballos pastan dispersos entre montículos de hierba y tres yurtas blancas se recortan contra el horizonte. Son el hogar de la familia nómada de nuestro guía, Kanat, pastores que me recibirán a su manera: con un sacrificio, un juego y una cena. Algo en el paisaje, la luz o el silencio, anuncia que estamos a punto de entrar en un mundo que se mueve a otro ritmo.

La bienvenida comienza con una cabra. La eligen con calma. Kanat la sujeta del cuello mientras murmura una oración musulmana en kirguís. El silencio es denso, expectante. Entonces, Tariel, un chico al que Kanat trata como su sobrino, le toma el relevo y con el filo del cuchillo corta el aire y la garganta del animal. Hay un leve llanto acompañado de un sonido húmedo, un borbotón de sangre tibia que cae sobre un cuenco de metal, oscura, espesa. Todos contemplamos cómo la vida de la cabra se derrama con sus fluidos. El olor es inmediato: metálico, salado, vivo. Las moscas llegan enseguida. Le cortan los tobillos, cuelgan el cuerpo para que termine de vaciarse, y nuestras miradas no encuentran escapatoria. No hay violencia gratuita, es una manera de relacionarse con la muerte sin esconderla. Es un gesto heredado, necesario y nadie se inmuta. Para mí, el aire parece un poco más espeso.

El cuerpo, aún tibio, se lleva al campo de juego. El Kok Boru, que literalmente traducido significa “lobo azul o plateado”, está a punto de comenzar. Se basa en un antiguo pasatiempo en el que los jinetes competían por cazar lobos. Ahora, el lobo se sustituye por una cabra. Se dividen en dos equipos alrededor del cuerpo del animal que reposa en el centro. Un hombre grita una palabra que no entiendo y, en un instante, el silencio se rompe: los caballos cargan, los cuerpos se inclinan, las riendas se tensan. Tariel es el primero en levantar el cadáver desde su montura con una sola mano, arrastrada, lanzada, recuperada. Lo coloca bajo su pierna con el estribo. El ruido de los cascos sobre la arena tiene ritmo propio, como un tambor primitivo. Las voces de los jugadores se cruzan en kirguís, órdenes cortas, exclamaciones de aliento.

El viento arrastra el eco del juego y lo mezcla con los vitoreos de la familia que disfruta del espectáculo. De vez en cuando, el sonido de la cabra al caer al suelo marca una pausa breve antes del siguiente arrebato. Para el espectador inexperto, no hay reglas aparentes, solo instinto y fuerza. El oído se acostumbra a esa sinfonía de fuerza y tensión, a esa violencia ritualizada que, lejos de ser barbarie, parece un lenguaje ancestral. Es un juego, sí, pero también un rito, una forma de transformar la muerte en destreza.

Cuando el último grito anuncia el final, el cuerpo vuelve al campamento. Está cubierto de polvo y marcas, pero sigue siendo el mismo. Ahora comienza la segunda parte del ritual. Lo tienden en el suelo. Con un cuchillo ancho y sin titubeos, Tariel corta la piel y la separa con precisión haciendo un sonido chicloso. La carne, todavía caliente, brilla con una luz rosada. El humo de los excrementos secos que usan como combustible se mezcla con el aire del lago, creando una fragancia terrosa y casi dulce. El ambiente se vuelve sólido, saturado de tripas, lana y tierra. Es el perfume de la vida nómada, una composición de supervivencia que atraviesa los siglos. Las vísceras gelatinosas se desparraman por el cuerpo abierto. Las lavan en silencio, y las que no se cocinarán, se arrojan a los perros tullidos que esperan cerca. Ellos se abalanzan sin ruido, desgarrando los trozos crudos con una ferocidad propia de la naturaleza.

Llegado el mediodía, dentro de la yurta, el calor es denso y el suelo se siente blando bajo los pies. Las mujeres han sumergido la carne en una olla que lleva ya horas burbujeando sobre el fuego. Huele a grasa caliente, a vida transformándose en alimento. La piel de la cara se impregna del vapor, de ese olor que no se irá en días. Al ser una cena más copiosa de lo normal, ese día no hacen comida. Nuestras tripas comienzan a rugir.

No es hasta que comienza a caer la tarde y el frío se cuela bajo la ropa que nos invitan a sentarnos con ellos en círculo sobre alfombras de fieltro. Siento el roce áspero de la manta contra las palmas. El silencio ahora es respetuoso. A cada persona se le sirve sopa y una parte distinta de la cabra, según su edad y su papel en la familia. En ese detalle se reconoce un código invisible: la jerarquía, el respeto, el vínculo. A mí, como invitada mujer, me pasan un plato metálico con el muslo, la parte de honor. Nos indican cómo comer con las manos, juntando los cinco dedos para atrapar la carne y los fideos. La carne se hunde bajo los dedos como si aún respirara, cálida y húmeda, mientras que los fideos se enroscan en la piel con una blandura pegajosa. Hay zonas resbaladizas, untadas de sebo tibio, y otras que se quiebran secas, como si el aire las hubiera momificado.

Al llevarlo a la boca, la mezcla se desarma entre lo viscoso y lo turgente, un juego confuso para la lengua que combate la dureza que cede con esfuerzo y que se impregna de la humedad que entra con demasiada facilidad. La textura del músculo es firme, con una resistencia leve bajo los dientes que se rinde lentamente al calor de la boca. No es una carne dócil ni neutra: su gusto es fuerte, profundo, terroso, con matices que recuerdan al campo, al mundo salvaje, al sacrificio. No hay especias que suavicen el impacto. Se siente el peso de la ceremonia en cada mordisco, como si uno comiera también la historia de ese animal. Todo se mezcla: el viaje, el hambre, el ritual.

Degustar esta cena es una forma de aceptar lo que uno ha visto, de incorporarlo, literalmente, al propio cuerpo. Observo alrededor: los ancianos mastican en silencio, las mujeres comparten pocas palabras entre sí. Fuera, los perros siguen royendo sobre la tierra. El olor a carne cocida lo llena todo, se mete en la ropa, en el pelo, en la piel. Hay intentos por limpiarse los dedos con un trapo generosamente compartido entre todos antes de volver al plato, sin embargo, la grasa se adhiere a los labios y a la piel y parece imposible limpiarla del todo.

Cada sentido ha tejido el recuerdo de este día. Pienso en la secuencia entera: el degüello, el juego, la comida. En unas horas, ese animal ha pasado de vida a símbolo, de juego a alimento, de sangre a comunidad. Todo ocurre sin dramatismo, sin explicaciones. Aquí la vida y la muerte conviven, como el polvo y el viento. Todo junto compone un retrato del Kirguistán profundo, un país que aún es capaz de vivir en la dureza del nomadismo gracias a la permanencia de sus rituales.

Cuando salimos de la yurta, el atardecer está en su máximo esplendor. El aire es gélido, y algunos olores se han desvanecido, solo queda el humo y la hierba. En el horizonte, los caballos y las vacas se confunden con las sombras. Cierro los ojos y pienso — viajar es esto: atreverse a sentir sin filtros.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.

Por alumni

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *