Por Carles Sancho.
En mitad de la selva boliviana hay una herramienta que nunca falta. No es un teléfono, ni un reloj, ni una brújula. Es un machete. El mío cuelga en cada momento de mi cinturón, y ya se ha convertido en una extensión de mi cuerpo. Aquí, en mitad de la espesura, no voy a ninguna parte sin él.
No es un machete nuevo ni bonito. El mango tiene marcas del uso diario y la hoja muestra señales de batallas contra lianas, ramas y troncos caídos. Pero lo cuido como si fuera de oro. Cada día, al terminar la jornada, le dedico unos minutos a afilarlo. No por manía ni por rutina, sino porque sé que mañana lo necesitaré otra vez, y necesito que funcione. Es mi herramienta de trabajo, pero también es mucho más que eso. Con él siento que formo parte de este lugar.

Lo uso para abrir camino entre la selva y llegar a los recintos de los animales. También para crear senderos por los que después pasearán los felinos con los que trabajamos: pumas, jaguares, ocelotes. Esos senderos no salen solos, hay que pelearos metro a metro. A veces te pasas una hora para avanzar unos pocos pasos. Pero cuando por fin terminas un trayecto y ves al felino caminar por ahí por primera vez, oliendo, explorando, sintiéndose libre en medio de la vegetación, entiendes que valió la pena.
A decir verdad, también lo llevo como protección. No me gusta pensarlo mucho, pero nunca se sabe. La selva es tan bella como impredecible, y aunque por suerte no he tenido que usarlo para defenderme, reconforta saber que lo tengo a mano si algún día hace falta.
Pero el machete no solo sirve para cortar o abrir camino. También lo uso para construir. Con él corto lianas, ramas y troncos que luego utilizo para preparar el enriquecimiento ambiental. Se trata de estructuras o juguetes pensados para que los animales tengan una vida más activa, con estímulos que imiten lo que experimentarían en libertad. A veces hago escondites donde puedan descansar tranquilos, otras veces pequeños objetos colgantes que estimulen su olfato o su instinto de caza. Todo empieza con el machete. Con observar bien el entorno, elegir el material adecuado, y trabajar con paciencia. Aquí no hay tiendas ni herramientas modernas: hay creatividad, naturaleza y filo.
Cada trabajador en Amble Arq tiene el suyo. Hay machetes más nuevos, más viejos, algunos forrados con cinta, otros marcados con iniciales. Al final, todos cuentan una historia. El mío, al menos por ahora, es la de alguien que llegó hace poco, que aprendió a moverse en este entorno, y que acabó encontrando en esta herramienta simple una forma de entender lo que significa estar aquí. Un objeto que exige respeto, constancia y atención.
A veces me paro a pensar en lo curioso que es todo esto. Un objeto tan básico, tan común, puede llegar a representar tanto. No es un sobrevenir, ni un símbolo decorativo. Es algo que uso con las manos, con el cuerpo entero. Algo que me recuerda cada día que la selva no se atraviesa sin respeto, que los animales no se cuidan desde lejos y que, en lugares como este, el trabajo se hace con el filo justo y la intención clara.
Me gustaría llevármelo conmigo cuando me vaya. Me haría ilusión guardarlo como recuerdo, como símbolo de todo lo vivido. Pero no lo haré. Quedará aquí, esperando al próximo que lo necesite, al siguiente que llegue a la selva con las manos vacías y empiece a descubrir, como yo, que a veces basta con un machete bien afilado para empezar a entender el mundo.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.