El color que me llevó de vuelta, el amarillito que mi papá siempre recordaba

Por Giovanna Serrano.

Durante años, el amarillito fue una presencia silenciosa en mi vida. No era un platillo de fiesta ni una receta de moda. Era, simplemente, lo que mi papá cocinaba cuando quería traer un pedazo de su Oaxaca natal a nuestra mesa. Desde niña lo vi en la cocina, con un delantal improvisado, moliendo chiles, removiendo con paciencia una olla donde el caldo comenzaba a teñirse de ese color dorado que yo no sabía cómo nombrar, pero que hoy reconozco como casa.

Papá siempre decía que el amarillito era “un guiso con memoria”. Con pocos ingredientes lograba algo profundo: maíz, chile costeño, jitomate, ajo, hoja santa, y algún trozo de pollo o carne. Lo servía con arroz blanco y tortillas calientitas, y aunque yo no entendía del todo su valor, sentía que ese platillo tenía algo que nos unía.

Años después, en una visita a nuestra familia paterna en Oaxaca, todo cobró sentido. Mi tía preparó amarillito en una olla de barro mientras la cocina se llenaba del aroma a hoja santa y maíz. Esta vez, lo probé en su tierra, en su origen, y fue como si cada bocado me completara una historia que había empezado desde mi infancia. Mi papá me miraba con una sonrisa tranquila, como diciéndome: ¿ves por qué lo hacía?

El amarillito es uno de los siete moles tradicionales de Oaxaca, aunque no siempre ocupa los reflectores. No tiene la complejidad del mole negro ni el dulzor del coloradito, pero tiene algo más sutil y profundo: pertenencia. Se cocina con chiles secos amarillos, masa nixtamalizada para espesar, jitomate y hierbas locales. Lo que cambia según la región o la casa son los detalles: unos lo preparan con guajolote, otros con res; unos le ponen ejotes, otros papas o elotes. Pero todos coinciden en que es un platillo que se da cuando se quiere alimentar con intención.

Más allá de la receta, el amarillito representa la cocina del día a día, del afecto tranquilo, del cuidado silencioso. Es el guiso de las lluvias, de los regresos, de los días comunes que se vuelven importantes porque se comparten.

En Oaxaca, el amarillito se sirve en mayordomías, en nacimientos, en casas que celebran sin anunciarlo. Tiene la sabiduría de los platillos que no buscan sorprender, sino sostener. Es herencia de mujeres que aprendieron a cocinar sin medidas exactas, pero con conocimiento profundo. Es la voz de la tierra que se traduce en cuchara.

Probarlo en su lugar de origen fue cerrar un ciclo. Lo que había empezado como un platillo que mi papá cocinaba para recordarse a sí mismo, terminó siendo también un camino para que yo me reconociera en él. Porque el amarillito no solo pertenece a Oaxaca: pertenece a quienes lo entienden como un puente entre la memoria y el presente.

Volví de ese viaje con más que una receta. Me llevé un trozo de identidad servido en plato hondo. Ahora entiendo por qué mi papá insistía tanto. A veces, la mejor manera de enseñarle a alguien de dónde viene, es cocinarle con cariño lo que nunca se fue.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

Deja un comentario