Un estruendo que se siente en los huesos: regreso a las Cataratas Victoria

Por Carles Sancho.

Un estruendo que se siente en los huesos: regreso a las Cataratas Victoria

Dicen que uno no se baña dos veces en el mismo río, pero yo he vuelto a las Cataratas Victoria unas cuantas veces. Y aunque las rocas sean las mismas y el agua caiga sin cesar, siempre es diferente. La luz, el ruido, mi propio estado de ánimo. Como si las cataratas tuvieran su propio espíritu, que me recibe con un rostro nuevo cada vez. De todas las maravillas que he visto viajando, nada ha logrado conmoverme como este coloso de agua y niebla en la frontera entre Zambia y Zimbabue.

El lado de Zimbabue es, para mí, el más sobrecogedor. Desde lejos, mucho antes de verlas, ya las escucho. Es un estruendo sordo, profundo, como si el mundo estuviera respirando con fuerza. Retumba en el pecho como un tambor ancestral. A medida que me acerco, el sonido se transforma: ya no es solo ruido, es una vibración que se siente en los huesos. Un rugido constante que no cesa, como un mantra natural que me envuelve.

Antes de entrar al recinto de las cataratas, siempre repito el mismo ritual: comer en el pequeño puesto callejero que se levanta junto al sendero. Bajo una lona raída, una mujer zimbabuense sirve nshima con pollo y salsa. El nshima, espeso y blanco como una nube densa, se sirve humeante en un cuenco metálico. Lo tomo con los dedos, como es costumbre, y lo moldeo para atrapar la salsa roja, especiada, picante. El pollo, cocinado al fuego de carbón, tiene ese sabor auténtico que solo dan las brasas. A cada bocado, el picante se mezcla con el dulzor tenue del maíz, y se queda en la lengua como una brasa suave. El olor a leña y grasa caliente me acompaña mientras camino hacia la entrada, pegado a la ropa como un recuerdo sabroso.

Y entonces, el paisaje. La primera visión de las cataratas es casi irreal. Desde el primer mirador, el agua cae desde más de cien metros en una cortina blanca y furiosa. La niebla lo envuelve todo, y de repente, como por arte de magia, el velo se levanta y aparece el abismo. Un arcoíris doble flota sobre el cañón. La vegetación, empapada, brilla con una intensidad casi sobrenatural. No importa cuántas veces haya estado aquí; siempre me deja sin aliento.

El rocío golpea la piel con la fuerza de una lluvia horizontal. Cierro los ojos y me dejo empapar. Es una sensación eléctrica: la humedad lo cubre todo, se mete por el cuello, se cuela en los zapatos, resbala por los brazos. El agua es fría, pero revitalizadora. El tacto de la bruma es distinto a cualquier otra lluvia: más densa, más viva, más salvaje. Siento cada gota como si me lavara por dentro.

Camino despacio por los senderos que bordean el acantilado. El suelo está resbaladizo, cubierto de barro y hojas brillantes. A cada paso, el crujido suave de la vegetación bajo mis botas. A lo lejos, se oye el chillido agudo de algún pájaro, quizá un ibis sagrado. Los monos vervet saltan entre los árboles, haciendo sonar las ramas como instrumentos improvisados. Todo suena con eco aquí, como si el bosque también respirara con el ritmo del agua.

El olor del entorno es espeso y terroso. A ratos llega el perfume dulce y breve de flores ocultas entre el follaje. Hay aroma a humedad antigua, a musgo, a madera mojada. Es un olor que se te mete en la nariz y en la memoria: si cierro los ojos ahora, en cualquier lugar del mundo, puedo volver allí solo recordando ese perfume vegetal y hondo.

Cada visita a las cataratas ha sido distinta, pero siempre he salido de allí con la misma certeza: estoy ante una fuerza primitiva, indomable, que no necesita explicación. Es imposible no sentirse pequeño, frágil, humano, frente a ese espectáculo de la naturaleza. Pero también es imposible no sentirse vivo.

Las Cataratas Victoria no solo se ven. Se oyen, se huelen, se comen, se tocan. Son una experiencia total, una ceremonia sensorial que, para mí, está entre las más intensas y reveladoras que he vivido como viajero. Y sé que volveré. Porque no hay nada como estar allí y sentir que, por un momento, formas parte de algo mucho más grande que nosotros mismos.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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