Vulcano con los 5 sentidos

Por Eva Sierra.

Llevo años soñando con conocer las Islas Eolias, soy amante de las islas en general, y probablemente tras leer algún artículo en alguna revista de viajes, las dejé apuntadas en mi lista de sitios a los que ir algún día. Y por fin este año se ha cumplido, y ahora escribo el post mientras las gaviotas del puerto de Lipari revolotean los puestos de pescado del mercado que hay debajo del apartamento.

La primera parada fue la isla de Vulcano, donde me esperaba una de las estampas más bonitas que había visto en años viajando. Subir al cráter de Vulcano no fue solo una caminata, fue un viaje sensorial de principio a fin.

Nada más bajar del ferry, el olor del azufre me golpeó como una mezcla de huevo podrido y fuego apagado. Al principio era desagradable, casi insoportable, pero poco a poco fui acostumbrándome, como si el volcán me pusiera a prueba antes de dejarme entrar en su cráter.

Alquilamos una moto todo el día con la única intención de perdernos por la isla a nuestro ritmo, sin mapas ni prisas, dejando que cada curva del camino nos sorprendiera. Si hay algo que me fascine más que viajar a islas, es hacerlo subida a una moto, sintiendo el viento en la cara y el rugido suave del motor como banda sonora. Hay algo casi mágico en avanzar por carreteras estrechas, cruzándote apenas con un par de motos, un quad polvoriento y algún local que se aleja del centro para disfrutar de su paseo matutino. En esos momentos, el mundo se reduce a lo esencial, el sol acariciando los hombros, el olor a sal en el aire, y la certeza de estar justo donde quieres estar. Me invade una sensación de libertad absoluta, de autenticidad pura, como si estuviera descubriendo algo por primera vez. Como si la isla, en ese instante, me perteneciera solo a mí.

Aparcamos al inicio del sendero y empezamos la subida. Trescientos noventa metros cuesta arriba nos separaban del famoso cráter de vulcano, que tanto había soñado con conocer. El camino, bien señalizado y de dificultad moderada, serpentea entre rocas de tonos rojizos y grises, y está adornado por la presencia de retamas, plantas de flores amarillas que contrastan con el terreno oscuro y, a medida que íbamos subiendo, iba cambiando el color de las plantas que bordeaban el acantilado.

Poco a poco los tonos amarillos de la retama fueron dejando paso a las rocas color ocre y rosadas, que indican erupciones más recientes. Estábamos cerca, la completa ausencia de plantas y arbustos y la presencia de rocas negras nos avisaba de que el cráter se estaba aproximando. Sobre mis pasos el sonido de la arena negra fina y caliente, que hacía que los pies se hundieran un poco a cada paso que daba. Pequeñas piedras rodaban cuesta abajo a medida que iba avanzando y viento, mucho viento. Te azotaba en la cara en cada curva, una ráfaga de frescor, mezclado con azufre, que apenas te dejaba respirar profundamente.

El olor a azufre se palpaba casi en la boca, dejando una sensación arenosa extraña en la lengua, como amarga, cuando apenas estábamos en la última curva antes de llegar al cráter. Y de repente allí estaban, las fumarolas, sin que el tiempo pasara por ellas, unas columnas blancas que se movían suavemente hacia el mismo lado del viento, saliendo del borde del cráter y dejando a su alrededor un intenso olor, que me recordaba a las famosas bombas fétidas que se usaban el día de los inocentes para gastar bromas a los vecinos en el ascensor. Se podía escuchar el burbujeo de la fumarola entremezclado con el viento que azotaba el cráter.

El cráter en sí parecía una herida abierta. Desde arriba, se veía como una gran boca redonda que aún humeaba. Alrededor, tonos amarillos contrastaban perfectamente con el negro del cráter. El azufre tiñe la lava del color de la yema de un huevo muy cocido.

Me senté un momento en una piedra tibia. La sensación en la piel era extraña, el sol abrasaba por fuera, y la tierra irradiaba calor desde abajo.

Di media vuelta al cráter, para poder observar desde su punto más alto, con el Mediterraneo de fondo y las otras seis islas saludando, cada una desde su posición, formando una preciosa foto que jamás olvidaré. Lipari casi pegada al volcán, Salina un pelín más alejada. Panarea pequeña y lejana y Estrómboli a su derecha, con su característica forma volcánica. Y en el lado oeste Alicudi y Filicudi.

Observamos a nuestro alrededor en silencio y pasados muchos minutos y unas cuantas fotos, comenzamos el descenso. Tras media hora de bajada, cogimos la moto y pusimos rumbo a la mejor heladería de la isla. Tomé una granita de café mientras miraba el cráter a lo lejos. El contraste era brutal, el frescor dulce y amargo del granizado, el color marrón intenso del café, el sabor vivo en la lengua, mis manos frías sujetando el vaso y, al fondo, la silueta humeante de Vulcano recordándome que el mundo es una mezcla de fuego y hielo.

Así es Vulcano, una isla familiar y anclada en otra época, donde en la misma plaza los niños siguen jugando a las chapas, los abuelos toman el sol sentados en uno de sus bancos de madera vieja y los turistas piden una granita bien fría en la heladería, mientras miran el volcán a lo lejos, al atardecer.

Nunca había sentido un lugar tan intensamente. Vulcano no se visita, se atraviesa con los sentidos.

Alejandro Dumas decía en una de sus obras, que las Islas Eolias son uno de los más bellos archipiélagos del mundo, y no se equivocaba en absoluto.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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