Por Laia Ávila.
Imagina que caminas entre las montañas de Minoh, al norte de Osaka, Japón. El aire de verano es cálido y húmedo, impregnado con la esencia de los bosques que respiran al ritmo de los cantos de cigarras. De repente, entre el verde profundo de los árboles, aparece ante ti un templo majestuoso y sereno: El templo de Katsuo-ji.
Pero no es solo la belleza del lugar lo que te llama la atención. Miles de ojos te observan en silencio. Son mis ojos, y los de muchos como yo. Cientos, miles de figuras como la mía, redondas, rojas, con una mirada intensa que no se aparta. Somos darumas. Y aunque carezcamos de brazos o piernas, cada uno de nosotros está lleno de propósito.


Se dice que estamos inspirados en el monje Bodhidharma, considerado el fundador del budismo chan en China, una corriente que más tarde daría origen al zen en Japón. Existen muchas historias y leyendas sobre su vida, y esta es solo una de ellas. La que me dio forma. La que yo, como daruma, llevo en mi interior. Cuentan que en su peregrinaje, Bodhidharma llegó a China y visitó el monasterio Shaolin, donde difundió las enseñanzas que darían origen al budismo Chan. Más tarde, según la tradición, se retiró a una cueva cercana para meditar en silencio y permaneció allí durante nueve años en busca de la iluminación. Una de las leyendas más conocidas dice que una vez se quedó dormido y decidió cortarse los párpados para no volver a fallar en su disciplina. En el lugar donde cayeron, brotaron plantas de té verde. Desde entonces, los monjes beben té para mantenerse despiertos durante largas horas de meditación. Además, tras tantos años sin moverse, Bodhidharma perdió el uso de sus extremidades. Algunos dicen que se atrofiaron, otros, que simplemente desaparecieron. Por eso yo no tengo brazos ni piernas. Mi rostro firme, mis ojos abiertos y mi forma redonda.
Aquí, en el templo Katsuo-ji, rodeado de escalinatas y linternas de piedra, me siento en casa. Este templo, fundado en el año 727 por dos monjes budistas, se convirtió en un santuario de transformación. Se venera a Kannon, la diosa de la misericordia, representada con once rostros y mil manos. En sus primeros años, el templo era conocido como “el templo que vence al rey”. El emperador Seiwa que estaba enfermo, sanó tras oraciones ofrecidas aquí y se dice que exclamó: “El poder del dharma de este lugar ha vencido incluso al rey”. Para evitar malentendidos, los monjes decidieron cambiar el carácter “rey” (王) por otro que se pronuncia igual pero significa “cola” (尾), un gesto que mantuvo el sonido original, Katsuo-ji, y suavizó su significado para que no pareciera que el templo humillara al emperador.
Existen diferentes tipos de Daruma. Si los visitantes buscan llevarse un símbolo de lucha, me elegirán a mí, el Kachi-Daruma. Me llevan a casa, donde pintan un ojo mientras hacen una promesa o fijan una meta, colocándome en un lugar visible. Ese primer ojo es la intención, el deseo de que algo se cumpla. Con el tiempo, y cuando el objetivo se alcanza, me pintan el otro ojo y me regresan al templo como agradecimiento. Otros prefieren el Daruma-Mikuji, que guarda un pequeño papel con su fortuna en su interior.
Y cuando el viento susurra entre las hojas de Katsuo-ji, cuando las cigarras callan y el silencio se apodera del templo, nosotros, los darumas, seguimos ahí. Sin ojos, o con los dos pintados. Esperando. Recordando. Testigos mudos de una verdad antigua: que la fuerza no está en nunca caer, sino en saber levantarse.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.